Miren como suceden las cosas. A poco tiempo de llegar a la presidencia de la República, en 1982, Salvador Jorge Blanco declaró en una entrevista que estaba leyendo una gran novela “El tambor de hojalata”. Hasta ese momento, yo no conocía la obra de Günter Grass. De modo que fue por esa declaración del entonces jefe del estado dominicano que pude entrar al mundo literario del escritor alemán, nacido en 1927 en Polonia. Nunca lo olvido.
“El tambor de hojalata” se publicó en 1959. Andábamos retrasados, pues. Mario Vargas Llosa recuerda que leyó esta última en los años sesenta “en un barrio de la periferia de Londres donde vivía rodeado de apacibles tenderos que apagaban las luces de sus casas a las diez de la noche”. Y agregaba: “En esa tranquilidad de limbo la novela de Grass fue una aventura exaltante cuyas páginas me recordaban, apenas me zambullía en ellas, que la vida era, también, eso: desorden, estruendo, carcajada, absurdo”.
Yo comenzaría un año después de que Jorge Blanco me llevara, sin saberlo, a Günter Grass, a escribir mis crónicas literarias, por lo que pude estar bien al tanto de casi toda su obra –dieciséis años más tarde- cuando en 1999 le entregaron el máximo honor de las letras universales. Escribí entonces: “Günter Grass, hosco, templado en la soledad, huraño a las relaciones sociales, acaba de recibir el premio Nobel de literatura. Las crónicas periodísticas cuentan que jugaba con sus perros en el amplio jardín de su casa en Lucbek, Alemania, cuando le llegó la noticia que, disimuladamente, siempre debía estar esperando cada año para esta época. Un par de horas después tenía previsto ir al dentista, cita que no canceló por ningún premio del mundo, y acogido a su rutina se recostó en el desván temible del estomatólogo para chequearse, con toda seguridad, su prótesis dentaria. Cuando la Academia Sueca anunció en Estocolmo la concesión del codiciado galardón, Günter Grass debía estar rememorando la vez en que sacó a la luz pública “El tambor de hojalata”, la más célebre de todas sus obras. En el momento en que le comunicaban la noticia recordó con toda seguridad que hacía justamente cuarenta años de la publicación de esa gran novela. Una gran presea en un aniversario inolvidable”.
En verdad, los de mi generación –y no solo yo- conoceríamos bien tarde la obra de Günter Grass. Aunque cada uno tiene sus propios contactos con los libros de cada autor (nadie lee en grupo, y aunque hay textos “generacionales” de lectura común, éste de Grass nunca lo fue), lo cierto es que “El tambor de hojalata” vino a publicarse en castellano cuando ya esa obra había merecido los premios más exigentes –los de la crítica alemana y francesa– y cuando ya la fama del autor estaba esparcida por gran parte de Europa. De hecho, es diecinueve años después de la publicación prima de la novela cuando la misma es traducida y publicada en español, lo que sin dudas bloqueó su conocimiento por todo ese largo tiempo en los países hispanohablantes. La censura franquista había impedido la publicación de esta novela, donde Oscar frena por su propia voluntad su crecimiento cuando apenas tiene tres años de edad, para involucrarnos en una de las aventuras más conmovedoras que pudiésemos haber conocido.
Aún más. Tuvo que llevarse al cine la novela para que los editores españoles rompieran el bloqueo y editasen la obra. Fue así como en 1978 aparece en España la primera edición en castellano de “El tambor de hojalata”. No sabemos cuánto tiempo tardó la novela en llegar por aquí, pero sí recordamos que su lectura se puso de moda en círculos intelectuales a principios de los ochenta, digamos entre 1982 y 1983, que fue cuando llegó a nuestras manos, gracias a lo ya señalado.
La aventura impactante de Oscar Matzerath, el protagonista de la novela, con “su tambor y su voz vitricida”, sería sin dudas una experiencia inolvidable. “El tambor de hojalata”, que creo que no tuvo nunca una lectura masiva entre nosotros, y que probablemente quedó en un pequeño grupo, hizo marcas en nuestra huella de lector, pues significó una cosmovisión diferente de lo que hasta ese momento había sido para nosotros la experiencia novelística.
Pasados los años, dejamos de leer a Günter Grass. Algunas veces abordaríamos de paso extractos de sus ensayos o algunos de sus artículos periodísticos, y nos ha pareció entonces soso y ditirámbico en sus juicios, muchas veces demasiado apasionados y excluyentes. Razones para quedarnos con las lecturas de sus dos grandes novelas (la otra fue “El rodaballo”) grabadas en la mente y dejar lo otro en el cajón de los desechos que acompaña casi siempre a todo gran escritor, como a todo gran mortal. Nunca olvidaríamos, sin embargo, la odisea de Oscar, con su “abigarramiento y vastedad”, con su “barroco desorden”, así como el prisma citadino de Danzig, esa “ciudad-centauro, con las patas hundidas en el barro de la historia y el torso flotando entre las brumas de la poesía”, al decir de Vargas Llosa.
George Steiner dijo, cuando se publicó “El tambor de hojalata”, que por primera vez, luego de la experiencia amarga del nazismo, un escritor alemán se había atrevido a recordarle a los alemanes “ese pasado siniestro de su país y a someterlo a una disección crítica implacable”. Ese mérito indiscutible le granjeó enemigos, pero sin dudas elevó la magistralidad de su obra, desde el ejemplo del escritor comprometido con su tiempo y su verdad. Grass es un sobreviviente del vendaval siniestro del nazismo, que lo llevó a ser miembro de sus milicias y por cuya adhesión guardó cárcel y sufrió miseria y exilio. Su letra, que es al fin y al cabo lo que cuenta, lo que deberá contar, denunció ese episodio horrendo y, entre barbarismos y contradicciones, construyó una verdad, la de Oscar Matzerath, por la que tronaron desde entonces tambores de verdad.
A punto ya de que anunciaran su Nobel, Grass publicó un libro que siempre recuerdo: “Mi siglo”. El esquema de la obra es interesante. De 1900 a 1999, Grass recorre los capítulos más ¿importantes? de su vida, a uno por año, como si desease –y eso parece– dejar sentado para cada año un episodio señero de su historia y de la historia de los demás. Y así es, porque personajes y hechos ajenos recorren las páginas de estas memorias originales y vívidas, buscando el autor que otros cuenten sus hazañas y desmanes utilizando su voz. El resultado es ambiguo tal vez, pero Grass hace que personas que desconocemos, y unas pocas tal vez de las que hemos tenido referencias –todas alemanas– nos induzcan a recorrer el siglo veinte en un proceso individual, episódico, anual –si acaso valiera el término–, puesto que, salvo Grass, ninguno de los personajes-narradores se repite en el año siguiente del recorrido. Cien capítulos es mucho andar sin dudas, pero cada año, o sea cada capítulo, termina en sí mismo, lo que permite al lector seguir la corriente sin apuros, leerse el memorial sin seguimientos ofuscadores, y de ser posible, hasta saltarse algunos años y buscar aquellos que nos puedan resultar más atractivos. La estructura de la obra permite esta alternativa.
En esta obra de Grass solo el tiempo va pasando, los personajes y sus hechos se congelan en su mismidad anual, en su anualidad vivencial. Un capítulo pues podrá ser más importante que otro, como los años mismos, como los años de pobreza y bonanza, de guerra y paz, de felicidad y odio, de libertad y esclavitud. Lo que el lector consigue al final es un paseo insólito por el siglo veinte de las manos de un narrador sagaz, magistral y consecuente, aunque con sus “baches”, con sus vacíos, con su frialdad recurrente. El desfile es igualmente espectacular por su variedad. Un colega de Rosa Luxemburgo, los miembros de la banda terrorista Baader-Meinhoff, un concejal de Hamburgo, un obrero de la Opel, muchas personas anónimas, y Grass en el medio, buscando, rebuscando, contando, recontando, a veces con acierto, a veces aburrido. Y entre Grass y sus personajes y sus hechos, la guerra, el fantasma de la guerra azotando, quemando, huracanando el ambiente. Y es que la guerra hizo pis en Alemania de forma descarada, dura. Un país que sufrió dos guerras, que ganó muchas batallas y perdió la definitiva, la que desvinculó a millones de alemanes de Alemania, creando una división a la que se le puso entonces punto final, reunificación a la que Grass se opuso siempre vehementemente. Por eso, este libro es dramático y fundamental para entender el siglo veinte alemán. De ello se encargan cien comensales que colocan sus cubiertos frente a la mesa para partir el pan de la memoria, de la memoria decrépita y de la memoria sana, delante de los demás. A tambor batiente. Como supo hacerlo este indetenible perseguidor de utopías, de talento visionario y de humor sarcástico, dueño de un siglo que le abrumó y que le dolió, que se fue cuando él recibía su premio, como Grass ahora ya se ha ido también para no volver.
0 comentarios:
Publicar un comentario