Por EUGENIO GARCÍA CUEVAS
No importa si benigno o maligno, la literatura-ficción es poder y la crítica literaria –ficción sobre ficción–, si no una voluntad de serlo, es también poder. Como lector especializado que se le supone o se le reconozca, las armas del crítico literario profesional serán, entre otras, la orientación metodológica que sostengan sus lanzas, ya sean estas formalistas, estructuralistas, post- estructuralistas, desconstruccionistas, psicoanalíticas, semióticas, sociológicas o silvestres, entre otros dispositivos auxiliares. Las armas del crítico no garantizan, sin embargo, victoria de nada ni sobre nada. Se trata de un asunto de argumentación. No hay crítica total ni final de un texto literario válido. Quizás lo único seguro en un crítico es decirle a quien le escucha o lee es cómo fue que leyó el texto criticado o comentado en cuestión.
La literatura-ficción –siempre y cuando se sostenga– en cambio, va por otras rutas. Sus blancos, espacios y tiempos son más permanentes. Por ello que El Quijote, Cien años de soledad, Trilce, de César Vallejo, y Clima de eternidad, de Franklin Mieses Burgos, por solo poner algunos ejemplos, serán perennemente lo que son y las lecturas críticas sobre ellas serán parciales. Cada crítico profesional o de oficio las enfrentará con las armas que mejor crea manejar para administrar sus asedios. La obra literaria, una vez cerrada y lanzada como artefacto material o digital al escenario de la difusión siempre estará ahí, a la espera de los ataques o los elogios de los críticos. Tanto la aprobación como la desaprobación de una obra son armas influyentes y atraen: el aplauso y el abucheo pueden tener la misma dosis de griterío. Pero el escudo y poder de la obra literaria está en su autosuficiencia, si la porta, claro. Además del poder político, los poderes pueden ser diversos, pero el de la literatura, ya sea poesía, narrativa, teatro o prosa ensayística reside en sí misma. No se olvide que poder es también influir, imponer y dirigir. No debe dejarse de lado tampoco que en la expresión escrita las armas más efectivas son la retórica, la elocuencia y la persuasión.
Los poderes del crítico se legitiman a través del medio en que exponga, ya sea de difusión masiva, especializado o de la disertación oral en las academias o en otros lugares puntualizados para ello, como pueden ser los salones y las tertulias abiertas o cerradas. A veces una reflexión sobre un texto generado en un diálogo privado es luego difundida por uno de los participantes pasivos o activos que se apropia del juicio o del insumo y lo divulga como si fuera suyo y este tendrá un impacto determinante en la recepción de la obra. Cuántos juicios no hemos leído que no son en principio del que lo divulga sino de un desconocido del que nunca sabremos quién es, pero que damos como propio de quien lo publicó: el calco y la rapacidad no solo se plasman en la escritura que se hace pública sino también en la oralidad: esta última muy rara vez se cita. En los diálogos y las discusiones colectivas hay a veces mucha generosidad y gratuidad espontánea. Es sabido que no todo el que lee, luego escribe o publica sus apreciaciones sobre sus lecturas.
Por ser un poder provisional y en construcción constante –que no debemos subestimar– más que el dominio de la crítica literaria profesional me interesa abordar la autoridad y soberanía que emana de la literatura-ficción, tal y como la tanteara ocho años atrás (2006) Antoine Compagnon en una lección magistral que ofreció en el College de France y que luego publicó con el título de ¿Para qué sirve la literatura? (Acantilado, 2008). Aunque el título no es nada original –cada vez es más poco lo nuevo– me parece acertado que a esta temprana altura del siglo XXI la interrogante vuelva a ser lanzada. Contra las voces apocalípticas y las competencias que la literatura-ficción confronta en un mundo hipermediatizado, declara Compagnon, que es evidente que ante el auge de “las ciencias exactas y sociales, sino también frente a lo audiovisual y lo digital… la literatura ha entrado en la era de la sospecha”… y que cada vez es más evidente la “disminución de la cultura literaria”.
Fiduciario de las mismas preguntas que también hicieron Charles Du Bos y Jean Paul Sartre, Compagnon recicla: “Qué es la literatura?… ¿Qué puede hacer la literatura? ¿Para qué sirve la literatura? Una categorización resuelve parcialmente sus interrogantes: la literatura siempre expresará,verá, escuchará y dirá cosas que ninguna otra disciplina cognoscitiva puede expresar. Sus referentes para tal afirmación son Montaigne, Baudelaire y Proust, entre otros. He aquí entonces una de sus apologías sobre el poder de la literatura y de la lectura: “Leemos porque, aunque leer no sea indispensable para vivir, la vida es más agradable, más clara, más rica para aquellos que leen que para aquellos que no lo hacen”.
La disertación de Compagnon esgrime un discurso laudatorio sobre la literatura-ficción y centra sus reflexiones en una hilera de poderes fundamentales (espacialmente tres) que le reconoce y otorga al modo de representación más influyente en la cultura occidental hasta no hace mucho tiempo. Dice Compagnon: Posterior a Aristóteles “desde Horacio hasta Quintiliano y hasta el clasicismo francés… la literatura instruye a la vez que produce placer, de acuerdo con la teoría clásica del dulce et utile… Con la literatura, lo concreto substituye a lo abstracto y el ejemplo a la experiencia”, expone al referirse al campo narrativo, más concretamente a la novela.
Acercando la literatura-ficción a una instrumentalización pedagógica cercana a la ilustración amplía que “fuente de inspiración, la literatura contribuye al desarrollo de nuestra personalidad o a nuestra educación sentimental, como hacían las lecturas devotas entre nuestros antepasados. La literatura permite acceder a una experiencia sensible y a un conocimiento moral que sería difícil, incluso imposible, adquirir en los tratados filosóficos. Contribuye, por tanto, de forma insustituible tanto a la ética práctica como a la ética especulativa”.
Si no solo el saber es poder, sino también el pensamiento, entonces Compagnon no evade la relación literatura-pensamiento. Va su argumento: “La literatura es un ejercicio de pensamiento; la lectura, una experiencia de las posibilidades. Nada me ha hecho nunca percibir mejor la angustia de la culpa que las apasionadas páginas de Crimen y Castigo en que Raskolnikov reflexiona sobre un crimen que en realidad no ha tenido lugar, y que cada uno de nosotros ha cometido”. En otras palabras, como ya dijera Italo Calvino, que “hay cosas que solo la literatura puede ofrecernos”, cita Compagnon.
Es posible que para algunos las reflexiones de Compagnon tengan un trasunto de anacronismo, propio del intelectual melancólico del que en 2011 hablara Jordi Gracia en forma de planfleto. Creo, sin embargo, –solo como un lector y un crítico ocasional más– que vale la pena arriesgarnos a pensar e intentar darle respuestas a las viejas preguntas del francés en el contexto de la literatura dominicana. Digo esto último porque Compagnon se hace sus preguntas apuntando al contexto de la literatura francesa actual que por lo visto parece que también demanda de estas interrogantes para mirarse a sí misma.
En síntesis
Poderes del crítico
Los poderes del crítico se legitiman a través del medio en que exponga, ya sea de difusión masiva, especializado o de la disertación oral en las academias o en otros lugares puntualizados para ello, como pueden ser los salones y las tertulias abiertas o cerradas.
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