Por años, tal vez por décadas, se ha planteado en los medios literarios dominicanos, con insistencia inaudita, la supuesta necesidad de construir la llamada gran novela dominicana. Es como si nos propusiésemos la búsqueda del Santo Grial o de El Dorado en el ámbito narrativo de nuestra comunidad literaria.
El debate sobre la búsqueda de esa gran novela, siempre ha estado sobre el tapete, aunque sin dudas en los últimos tiempos con menor intensidad y despliegue, pero en cualquier tarde algún fanático religioso literario lo saca a espabilarse en las compuertas por donde fluyen siempre los mismos resabios y las mismas añagazas vencidas ya por el tiempo, que una que otra voz desubicada intenta seguir prevaleciendo.
La verdad es que, ni antes ni ahora, hemos tenido necesidad de buscar, o construir, o diseñar, esa novela que por años y por décadas asumimos –hemos de incluirnos– como fundamental para poder levantar los andamios de la aspirada gran narrativa dominicana. Y no ha existido esa necesidad, salvo cuando la inventamos como panacea literaria, porque la novela es parte del desarrollo de la sociedad misma, y sus constructores van fraguando su impronta y su destino en la medida en que la sociedad provee las herramientas para su construcción…
Por esa razón, en más de una oportunidad hemos destacado otra necesidad que sí hemos de considerar clave para producir ese proceso si se quiere, de maduración del ejercicio novelístico en nuestra sociedad literaria, y es el descubrimiento de filones narrativos que no han sido asumidos a plenitud desde la narrativa larga, y que sin embargo, están ahí: en la historia, en la geografía, en los procesos sociales, incluso económicos, en las diatribas políticas, en las biografías de personajes relevantes, e incluso en la cotidianidad citadina o rural, en la diseminación temática provinciana o en los recovecos múltiples de la realidad que aflora a cada instante en la crónica roja o amarilla de los diarios.
La realidad dominicana está preñada de temas múltiples para ser novelados, y lo que ha faltado han sido narradores que investiguen para encontrar el filón que permita ir levantando una novelística atractiva y consolidada. No es pues, queremos decir, la búsqueda de una gran novela lo que importe a nuestra literatura, sino la construcción de novelas, en plural, que se internen en la realidad desde cualquier ángulo…
La búsqueda del Santo Grial novelístico dominicano, enarbolado casi como una experiencia religiosa a partir de los sesentas, es una búsqueda falsa, y por demás, inútil. Pongamos por ejemplo, la novelística latinoamericana de las últimas dos décadas, o sea la construida a partir de los hallazgos inconmensurables de García Márquez, Rulfo, Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa y todos los otros conocidos. Esa “nueva” novelística ofrece ejemplos admirables, en una carrera que casi se me antoja calificar de desbocada, porque se oferta entre saltos y tumbos, en altas y bajas, entre ascensos y descensos, porque esa es la dinámica de la novela en cualquier latitud.
En la literatura dominicana se ha ido conformando un proceso de consolidación del ejercicio novelístico, a través de la búsqueda válida: la del filón temático pendiente, que tiene múltiples filamentos. No hay dudas, sin embargo, que esos filones han sido desbrozados primero por novelistas no dominicanos, que han sido más diestros que los nuestros en el ensamblaje de sus novelas mediante el aprovechamiento de los recursos que el imaginario dominicano provee desde la ensenada fértil de nuestra realidad, como han sido los casos de Mario Vargas Llosa (que “robó” a los novelistas dominicanos la gran trama del tiranicidio y la de la dictadura trujillista), de Mayra Montero, de Alberto Vásquez-Montalbán, de Alberto Vásquez Figueroa, de Santiago Roncagliolo, e incluso de una dominicana de la diáspora como es Julia Álvarez, sin dejar de mencionar la laureada novela de Junot Díaz, o las novelas aún no traducidas, que sepamos, de las dominicanas Angie Cruz (“Soledad”) y Loida Maritza Pérez (“Geographies of Home”), hijas de la emigración que dibujan en sus obras las características de familias caribeñas.
Pero, la novela dominicana ha ido asumiendo la búsqueda de esos filones temáticos, que sin embargo deben seguir siendo investigados, descubiertos, ahondados, para que la novelística nuestra encuentre cauces novedosos, y pueda agigantarse el conocimiento y atractivo de la misma.
Ejemplos trascendentes tenemos, en el Carlos Esteban Deive que asume las devastaciones de Osorio; en el Avelino Stanley que descubre los tortuosos episodios de asentamiento de los cocolos venidos de las islas inglesas para trabajar en los ingenios de azúcar; el Marcio Veloz Maggiolo que empalma su memoria vívida con vaivenes, ocasos y penumbras de la vida barrial de la gran ciudad; el Pedro Antonio Valdez que se inserta en las desventuras y voluptuosidades del burdel, que revela la sordidez de las historias corales de personajes de gris estampa o que se interna en las identidades de la juventud de nuestros tiempos; en la original manera de describir un mundo de ascensos y descensos de Jeannette Miller; en los trasfondos familiares de naufragio y pasiones que revela Carmen Imbert Brugal; en la enunciación de tramas de vidas maltrechas de Ligia Minaya; o en el revelado de un tema y de un estilo de narrar que nos sacude en un sentido o en otro, de Rita Indiana Hernández.
En ese trayecto de maduración indiscutible de la novela dominicana, Emilia Pereyra descubre hoy un filón nunca antes asumido, y que se remonta a nuestra historia colonial, y al caso específico de la acción corsaria del inglés Francis Drake.
Drake había sido parte de las expediciones realizadas por el marino y comerciante inglés John Hawkins, quien contando con el respaldo financiero de capitalistas ingleses, adquirió barcos para realizar intercambios comerciales en La Española, hacia 1562, proveyendo negros africanos y mercancías, a cambio de azúcar, cueros, cañafístolas y palo Brasil. El negocio fue próspero durante corto tiempo, porque la flota de Hawkins fue diezmada por barcos españoles en México, y uno de los pocos que se salvó de esa tragedia fue el marino Francis Drake.
Este incidente, anota un reconocido historiador, deterioró las relaciones entre Inglaterra y España, y cuando los ingleses decidieron apoyar los movimientos independentistas de los holandeses contra el dominio español, Felipe II ordenó perseguir y apresar todos los barcos extranjeros surtos en puertos españoles, actitud que provocó la ira de la reina Isabel I, quien entonces ofreció apoyo financiero y político a Francis Drake para que zarpara hacia La Española y “castigara al Rey de España en los dominios colonizados de las Indias”.
Así llegó Drake, después de muchas peripecias marítimas, a nuestras costas, creyendo que iba a encontrar la ciudad floreciente que se había descrito en Europa, y lo que descubrió fue una ciudad llena de miseria.
Esa historia de Drake, de 1586, apenas esbozada en los libros escolares de historia, es la que la novelista Emilia Pereyra redescubre y describe de forma amena y con un cautivador estilo, y creo decir poco, porque debiéramos afirmar sin ambages que la novela es, en prosa y argumento, en descripción de los hechos y en el imaginario que la completa, una obra narrativa magistral.
Emilia Pereyra construye una novela portentosa, agradable, sólida, de lenguaje admirable. Describe una realidad con soltura y conocimiento, y organiza un presupuesto narrativo que se vigoriza con sus capítulos de hermosa y precisa confección, con las descripciones de sus personajes en sus más variados encajes, incluso de algunos que como el mozuelo adulón, “el más rendido seguidor del almirante”, llenan un espacio en el contexto novelístico, o como el piloto de la nave que, a través de sus bien ensamblados cuadernos de bitácora, forja otro ángulo de criticidad descriptiva que permite un jalonamiento expositivo de toda la trama.
“El grito del tambor” es no solo una muy buena novela; es, o debe ser, una de las mejores novelas de la narrativa dominicana de los últimos decenios. Y me apego a tres únicas razones: descubre para la literatura un filón histórico solo descrito en los huertos de la historicidad escolar o en los libros de los historiadores; ensambla esa historia con la soltura vitalísima de un imaginario basado en la realidad, levantando una ficción inolvidable que permite evaluar y conocer esa historia desde una visión más completa y vivaz; y está escrita tras una prosa precisa, un lenguaje gozoso y una estrategia descriptiva gloriosamente eficaz.
Los lectores de Emilia Pereyra deben sentirse pues, regocijados de poder reencontrarse con esta historia desde su narración esplendorosa, para recordarnos a todos la tragedia que el corsario inglés creara en aquel territorio ancestral sumido en la pobreza, la desdicha y el abandono de la Corona española. Un acierto narrativo extraordinario de la feliz autora de otra novela inolvidable, “El crimen verde”, que merece con creces la atención de todos los buenos lectores de aquí y de allá. Nada más ni nada menos.
0 comentarios:
Publicar un comentario