sábado, 16 de febrero de 2013

Mario Vargas Llosa y el Islam (*)


 Por: Diógenes Céspedes

diogenes.cespedes@gmail.com


Reconozco las opiniones de Vargas Llosa al debate que se ha suscitado en Occidente, sobre todo en Francia, con respecto a la relación con el Islam y al mismo tiempo su pensamiento contradictorio acerca de lo que entiende por laicidad y necesidad de la religión para los que sufren injusticias y abusos.

El ensayo de Vargas Llosa titulado “El opio del pueblo” (“La civilización del espectáculo”. Madrid: Alfaguara, 2012, pp. 157-187), es copia de la célebre frase de Marx y, como era de esperarse, si se conoce bien la ideología del escritor hispano-peruano, se trata de una reivindicación de la religión: “en la era posmoderna la religión no está muerta y enterrada ni ha pasado al desván de las cosas inservibles: vive y colea, en el centro de la actualidad.” (p. 157) El autor admite, sin crítica, la existencia de lo posmoderno. Esto implica que crea también en lo premoderno. Historicista sin saberlo.

Del ensayo me interesa subrayar  la parte sobre el Islam que Vargas Llosa examina y la considero interesante, pues la mundialización y la lucha descarnada que libra el neoliberalismo por destruir las relaciones culturales y religiosas de los países capitalistas musulmanes a fin de inundarles los mercados internos con la producción sobrante,  ha contribuido a que el hombre común, y a veces el docto, confunda el verdadero papel de toda religión como mantenimiento del orden.

Para Vargas Llosa,  “la justicia total no es de este mundo. Todos creen que, no importa cuán equitativa sea la ley ni cuán respetable sea el cuerpo de magistrados encargados de administrar justicia, o cuán honrados y dignos los gobiernos, la justicia no llega a ser nunca una realidad tangible y al alcance de todos, que defienda al individuo común y corriente, al ciudadano anónimo, de ser abusado, atropellado y discriminado por los poderosos. No es por eso raro que la religión y las prácticas religiosas estén más arraigadas en las clases y sectores más desfavorecidos de la sociedad.” (p. 166).

Como la mayoría de los abusos y vejámenes de los poderosos en contra de los pobres quedan impunes, Vargas Llosa cree ingenuamente que la religión tiene por misión resolver esta injusticia. Implícitamente  es una forma de llamar a los pobres y a los que sufren injusticias a que se resignen pacientemente y esperen el Juicio Final, que ese día Dios les hará justicia a todos los humillados de la tierra. Esa es la política de la religión católica, pues solo Dios tiene el poder de juzgarnos y los sacerdotes, consciente o inconscientemente, están obligados a asumir el papel de hacerles creer a los fieles que ellos son los justicieros.

El autor concluye: “Otra de las razones por las que los seres humanos se aferran a la idea de un dios todopoderoso y una vida ultraterrena es que, unos más y otros menos, casi todos sospechan que si aquella idea desapareciera y se instalara como una verdad científica inequívoca que Dios no existe y la religión no es más que un embeleco desprovisto de sustancia y realidad, sobrevendría, a la corta o a la larga, una barbarización generalizada de la vida social, una regresión selvática a la ley del más fuerte y la conquista del espacio social por las tendencias más destructivas y crueles que anidan en el hombre y a las que, en última instancia, frenan y atenúan no las leyes humanas ni la moral entronizada por la racionalidad de los gobernantes, sino la religión.” (pp. 166-7) Esto es una apología del miedo sagrado. Ya la humanidad vivió este apocalipsis y no sucumbió ni el mundo se acabó.

Más abajo el autor dice axiomáticamente: “Los hombres se empeñan en creer en Dios porque no confían en sí mismos.” (p. 167) Pero también –digo yo– el miedo a la muerte y al Infierno, así como los demás miedos llevan incluso a intelectuales sólidos acogerse a la apuesta de Pascal. El aserto de la falta de confianza del ser humano en sí mismo es ya más dialéctico, pero es el perfecto discurso del intelectual partidario del mantenimiento del orden natural y divino, creador de la ideología inmovilizadora según la cual lo peor está por llegar en el futuro: la barbarización. Como si esta no conviviera con todos los sujetos cotidianamente. Unas veces disfrazada de democracia representativa y otras, cuando estallan las contradicciones insolubles debido a las crisis periódicas de acumulación de riquezas, la solución que los poderosos encuentran a mano son las monarquías, absolutas o no, las dictaduras, las tiranías griegas y persas, el cristianismo como reino temporal y espiritual con su Inquisición asesina al igual que el Islam actual, el fascismo, el nazismo y el neoliberalismo mundializado de hoy.

Vargas Llosa utiliza estos argumentos para criticar el Islam, pero él desearía que se neoliberalice, que se mundialice como el Vaticano, que asuma el laicismo de los derechos humanos, que no actué como la Inquisición en la Edad Media, que no imponga a las niñas y mujeres su burka, su velo y su hiyab, que no castigue a las mujeres que en Arabia Saudí osan salir a la calle y conducir su propio auto, que termine la práctica de los matrimonios arreglados por intereses económicos de los padres,  quienes condenan a niñas a casarse con hombres que nunca han visto y que si les son infieles las condenan a muerte. En el lejano Medioevo el señor feudal tenía derecho de pernada, casi como los jeques y sultanes de hoy.

Pero esos mismos justicieros y los príncipes y gobernantes corruptos de esas monarquías y repúblicas islámicas de Asia y África van a Montecarlo o a Beirut a desfogarse con prostitutas, a jugar en los casinos, a beber vino y wiski, a correr carros lujosos  cuyos precios rondan los millones de dólares, guardados en garajes exclusivos del Mediterráneo, a dormir en las grandes mansiones compradas con el dinero amasado a los pobres o, si no, en los lujosos yates anclados en los puertos de las no menos lujosas marinas y tienen sus cuentas en bancos suizos o en las Bahamas.

De ahí que la definición de secularización y laicismo sea un pensamiento ilusorio en Vargas Llosa porque separa idea-creencia y  práctica: “La secularización no puede significar persecución, discriminación ni prohibición a las creencias y cultos, sino libertad irrestricta para que los ciudadanos ejerciten y vivan su fe sin el menor tropieza siempre y cuando respeten las leyes que dictan los parlamentos y los gobiernos democráticos.” (p. 175) Y más adelante: “El laicismo no está contra la religión; está en contra de que la religión se convierta en obstáculo para el ejercicio de la libertad y en una amenaza contra el pluralismo y la diversidad que caracterizan a una sociedad abierta. En ésta la religión pertenece al dominio de lo privado y no debe usurpar las funciones del Estado, el que debe mantenerse laico precisamente para evitar en el ámbito religioso el monopolio, siempre fuente de abuso y corrupción.” (p.177)

El autor desconoce que la práctica política de cualquier religión es la conversión a su ideología de todos los sujetos del mundo y donde no puede logarlo, se alía al poder del Estado para alcanzar ese objetivo. Por eso es inútil separar la religión y lo político. Ningún creyente descansa voluntariamente hasta no ver realizada su idea. En nuestro país, y en cada país católico, la estrategia y las tácticas de la Iglesia es ver constitucionalizada su doctrina. Así obran todas las religiones. El Islam no es una excepción, nacida también con la idea de Imperio.

Como cualquier comunidad que emigra a un país extranjero, los musulmanes están obligados a respetar las leyes y la cultura de la tierra de acogida. Como son sujetos de derecho, el país y el gobierno que les acogen deben respetarles como sus ideas políticas, religiosas, culturales y artísticas diferentes, pero no puede permitir que, escudándose en la Constitución, las leyes, el Estado laico, los derechos humanos y otras conquistas occidentales en los que no creen los islamitas, el Estado que les acoge deba violentar sus principios constitucionales, sus leyes y su cultura para obedecer la voluntad de los imanes y ayatolas que gobiernan a las comunidades musulmanas en el exterior. Son los musulmanes o islamitas, o cualquier otra comunidad de emigrados, quienes tienen que respetar la Constitución y las leyes del país de acogida.

El conflicto que les opone en Francia y en otros países de Europa, mas no en los Estados Unidos donde son cuidadosos en equivocarse, radica en que los islamitas o musulmanes desean imponer, incluso por la fuerza, en las escuelas públicas y en otros espacios públicos, las costumbres y cultura del Islam.

Los países musulmanes y el Islam iniciaron su revolución imperial en 622 d.C., es decir, que hoy están en un estadio que Europa vivió hasta el fin de la Edad Media en 1453 ó 1492, caracterizado por la intolerancia, la muerte en la hoguera de escritores, científicos y gente común que no creyó nunca que la Iglesia católica poseyera la verdad-unidad-totalidad en todas las materias. La Inquisición fue la culminación del instrumentalismo político practicado por la Iglesia Católica porque poseyó el poder temporal y el espiritual al mismo tiempo y creyó poseer la verdad de la tetralogía religión-política-economía-cultura, tal como cree poseerla hoy el Islam, el cual adora con el nombre de Alá  al mismo Dios inventado por los judíos, sus enemigos mortales de hoy.

El Islam obra hoy como obró ayer la Inquisición. En contra de esa intolerancia destruyó la Revolución francesa de 1789 la tetralogía religión-política-economía-cultura al abatir la monarquía absoluta de los Borbones y se instauró posteriormente a escala planetaria los derechos humanos. Esto originó las transformaciones mundiales siempre en apoyo de los sujetos y donde quiera que tales derechos no existan, hay que implantarlos. En los países árabes eso sucederá más temprano que tarde. Es un acto revolucionario luchar por implantar los derechos humanos, políticos, civiles, sociales y ecológicos donde no existan.

El Islam y los islamitas están viviendo mentalmente en 1391, aunque cronológicamente vivan en 2013. Matan, lapidan, decapitan, cortan miembros del cuerpo humano, azotan, torturan y condenan a muerte a quienquiera que viole un solo precepto del Corán o que diga que Mahoma se equivocó en tal o cual aspecto. Proceden igual que la Iglesia Católica en la Edad Media. Occidente ya vivió esa pesadilla. Esa misma pesadilla es la que viven hoy todos los pueblos sujetos a los países musulmanes donde impera la chariá o ley coránica, la cual les permite a las dinastías y castas gobernantes sojuzgar a millones de hombres y mujeres en nombre de la religión, tal como ocurrió en nuestro Medioevo occidental. Por ejemplo, los talibanes destruyeron el patrimonio cultural de Afganistán y los islamitas radicales de Malí destruyeron, en su retirada, la biblioteca de Timbuktú que contenía documentos originales del siglo XIII y que fue declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco (The New Yok Times, ed. española del 10 de febrero de 2013). Pero lo mismo hicieron las tropas norteamericanas en Iraq al destruir y saquear la biblioteca de ese país. Es la ley de la guerra o del más fuerte (Jared Diamond, Armas, gérmenes y acero).

La religión musulmana es la ideología que permite a los discursos políticos de las clases gobernantes explotar sin misericordia a millones de hombres y mujeres, tal como ocurrió con los Papas, cardenales y obispos que gobernaron a Europa medieval en nombre del poder espiritual y temporal que según ellos les otorgó Dios.

Los estudios de los economistas, sociólogos, antropólogos, historiadores y especialistas de las religiones han demostrado que aquel primado medieval de la religión católica  por encima de lo político y lo económico fue un discurso que escondía los mecanismos de explotación de las clases sociales subordinadas a aquel sistema social eclesiástico.

Por esa razón los países islámicos sometidos a ese mismo tipo de dominación religiosa que escamotea lo político, lo religioso y la lucha de clases, y que quieren combatir semejante sistema social, sufrirán primero la tortura tipo Edad Media que ya vivió el Occidente y se verán acusados de ser representantes de Satanás y sus sinónimos, el capitalismo y el imperialismo económico occidental. Esa era la misma acusación de la Iglesia Católica imputaba a quienes combatían en la Edad Media su monopolio religioso, político y económico, lo cual explica la condena del materialismo económico, la usura y el comercio por parte de los Papas, es decir, la abominación de las relaciones del capitalismo mercantil que dieron paso al capitalismo industrial y a la actual mundialización de la economía.

Las relaciones dialécticas entre la ideología del capitalismo y la universalización de la cultura de los derechos humanos todavía no han penetrado profundamente en la mentalidad de los sujetos que viven en el sistema social de los países del Islam, aunque convivan con el modo de producción capitalista mundializado. Su relación de sujeto a sujeto, sobre todo con el sujeto femenino, con el arte y la pluralidad de cultos y la vigencia plena de los derechos humanos, es una tetralogía con dominante de la religión.

Mientras Vargas Llosa asista a los pases de moda (ver su foto en Hoy, 14/1/2013, p. 5-D); mientras figuree en las revistas de frivolidades de España y del mundo y ostente el ridículo título de Primer Marqués Vargas Llosa, quizá extensible dinásticamente a sus sucesores (y nosotros sabemos de marqueses, porque Pedro Santana fue uno); mientras Vargas Llosa asista a actos y fiestas de la civilización del espectáculo como si esto no tuviera consecuencias políticas para el mantenimiento del orden político, su discurso pseudo-revolucionario en contra del Poder y los poderosos  les divierten y les dejan en paz. Pero el autor hispano-peruano parece aconsejarnos a todos: ¡Duerman en paz!

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