Por: Diógenes Céspedes
Reconozco las opiniones de Vargas Llosa al debate que se ha suscitado
en Occidente, sobre todo en Francia, con respecto a la relación con el
Islam y al mismo tiempo su pensamiento contradictorio acerca de lo que
entiende por laicidad y necesidad de la religión para los que sufren
injusticias y abusos.
El ensayo de Vargas Llosa titulado “El opio del pueblo” (“La civilización del espectáculo”.
Madrid: Alfaguara, 2012, pp. 157-187), es copia de la célebre frase de
Marx y, como era de esperarse, si se conoce bien la ideología del
escritor hispano-peruano, se trata de una reivindicación de la religión:
“en la era posmoderna la religión no está muerta y enterrada ni ha
pasado al desván de las cosas inservibles: vive y colea, en el centro de
la actualidad.” (p. 157) El autor admite, sin crítica, la existencia de
lo posmoderno. Esto implica que crea también en lo premoderno.
Historicista sin saberlo.
Del ensayo me interesa subrayar la parte sobre el Islam que Vargas
Llosa examina y la considero interesante, pues la mundialización y la
lucha descarnada que libra el neoliberalismo por destruir las relaciones
culturales y religiosas de los países capitalistas musulmanes a fin de
inundarles los mercados internos con la producción sobrante, ha
contribuido a que el hombre común, y a veces el docto, confunda el
verdadero papel de toda religión como mantenimiento del orden.
Para Vargas Llosa, “la justicia total no es de este mundo. Todos
creen que, no importa cuán equitativa sea la ley ni cuán respetable sea
el cuerpo de magistrados encargados de administrar justicia, o cuán
honrados y dignos los gobiernos, la justicia no llega a ser nunca una
realidad tangible y al alcance de todos, que defienda al individuo común
y corriente, al ciudadano anónimo, de ser abusado, atropellado y
discriminado por los poderosos. No es por eso raro que la religión y las
prácticas religiosas estén más arraigadas en las clases y sectores más
desfavorecidos de la sociedad.” (p. 166).
Como la mayoría de los abusos y vejámenes de los poderosos en contra
de los pobres quedan impunes, Vargas Llosa cree ingenuamente que la
religión tiene por misión resolver esta injusticia. Implícitamente es
una forma de llamar a los pobres y a los que sufren injusticias a que se
resignen pacientemente y esperen el Juicio Final, que ese día Dios les
hará justicia a todos los humillados de la tierra. Esa es la política de
la religión católica, pues solo Dios tiene el poder de juzgarnos y los
sacerdotes, consciente o inconscientemente, están obligados a asumir el
papel de hacerles creer a los fieles que ellos son los justicieros.
El autor concluye: “Otra de las razones por las que los seres humanos
se aferran a la idea de un dios todopoderoso y una vida ultraterrena es
que, unos más y otros menos, casi todos sospechan que si aquella idea
desapareciera y se instalara como una verdad científica inequívoca que
Dios no existe y la religión no es más que un embeleco desprovisto de
sustancia y realidad, sobrevendría, a la corta o a la larga, una
barbarización generalizada de la vida social, una regresión selvática a
la ley del más fuerte y la conquista del espacio social por las
tendencias más destructivas y crueles que anidan en el hombre y a las
que, en última instancia, frenan y atenúan no las leyes humanas ni la
moral entronizada por la racionalidad de los gobernantes, sino la
religión.” (pp. 166-7) Esto es una apología del miedo sagrado. Ya la
humanidad vivió este apocalipsis y no sucumbió ni el mundo se acabó.
Más abajo el autor dice axiomáticamente: “Los hombres se empeñan en
creer en Dios porque no confían en sí mismos.” (p. 167) Pero también
–digo yo– el miedo a la muerte y al Infierno, así como los demás miedos
llevan incluso a intelectuales sólidos acogerse a la apuesta de Pascal.
El aserto de la falta de confianza del ser humano en sí mismo es ya más
dialéctico, pero es el perfecto discurso del intelectual partidario del
mantenimiento del orden natural y divino, creador de la ideología
inmovilizadora según la cual lo peor está por llegar en el futuro: la
barbarización. Como si esta no conviviera con todos los sujetos
cotidianamente. Unas veces disfrazada de democracia representativa y
otras, cuando estallan las contradicciones insolubles debido a las
crisis periódicas de acumulación de riquezas, la solución que los
poderosos encuentran a mano son las monarquías, absolutas o no, las
dictaduras, las tiranías griegas y persas, el cristianismo como reino
temporal y espiritual con su Inquisición asesina al igual que el Islam
actual, el fascismo, el nazismo y el neoliberalismo mundializado de hoy.
Vargas Llosa utiliza estos argumentos para criticar el Islam, pero él
desearía que se neoliberalice, que se mundialice como el Vaticano, que
asuma el laicismo de los derechos humanos, que no actué como la
Inquisición en la Edad Media, que no imponga a las niñas y mujeres su
burka, su velo y su hiyab, que no castigue a las mujeres que en Arabia
Saudí osan salir a la calle y conducir su propio auto, que termine la
práctica de los matrimonios arreglados por intereses económicos de los
padres, quienes condenan a niñas a casarse con hombres que nunca han
visto y que si les son infieles las condenan a muerte. En el lejano
Medioevo el señor feudal tenía derecho de pernada, casi como los jeques y
sultanes de hoy.
Pero esos mismos justicieros y los príncipes y gobernantes corruptos
de esas monarquías y repúblicas islámicas de Asia y África van a
Montecarlo o a Beirut a desfogarse con prostitutas, a jugar en los
casinos, a beber vino y wiski, a correr carros lujosos cuyos precios
rondan los millones de dólares, guardados en garajes exclusivos del
Mediterráneo, a dormir en las grandes mansiones compradas con el dinero
amasado a los pobres o, si no, en los lujosos yates anclados en los
puertos de las no menos lujosas marinas y tienen sus cuentas en bancos
suizos o en las Bahamas.
De ahí que la definición de secularización y laicismo sea un
pensamiento ilusorio en Vargas Llosa porque separa idea-creencia y
práctica: “La secularización no puede significar persecución,
discriminación ni prohibición a las creencias y cultos, sino libertad
irrestricta para que los ciudadanos ejerciten y vivan su fe sin el menor
tropieza siempre y cuando respeten las leyes que dictan los parlamentos
y los gobiernos democráticos.” (p. 175) Y más adelante: “El laicismo no
está contra la religión; está en contra de que la religión se convierta
en obstáculo para el ejercicio de la libertad y en una amenaza contra
el pluralismo y la diversidad que caracterizan a una sociedad abierta.
En ésta la religión pertenece al dominio de lo privado y no debe usurpar
las funciones del Estado, el que debe mantenerse laico precisamente
para evitar en el ámbito religioso el monopolio, siempre fuente de abuso
y corrupción.” (p.177)
El autor desconoce que la práctica política de cualquier religión es
la conversión a su ideología de todos los sujetos del mundo y donde no
puede logarlo, se alía al poder del Estado para alcanzar ese objetivo.
Por eso es inútil separar la religión y lo político. Ningún creyente
descansa voluntariamente hasta no ver realizada su idea. En nuestro
país, y en cada país católico, la estrategia y las tácticas de la
Iglesia es ver constitucionalizada su doctrina. Así obran todas las
religiones. El Islam no es una excepción, nacida también con la idea de
Imperio.
Como cualquier comunidad que emigra a un país extranjero, los
musulmanes están obligados a respetar las leyes y la cultura de la
tierra de acogida. Como son sujetos de derecho, el país y el gobierno
que les acogen deben respetarles como sus ideas políticas, religiosas,
culturales y artísticas diferentes, pero no puede permitir que,
escudándose en la Constitución, las leyes, el Estado laico, los derechos
humanos y otras conquistas occidentales en los que no creen los
islamitas, el Estado que les acoge deba violentar sus principios
constitucionales, sus leyes y su cultura para obedecer la voluntad de
los imanes y ayatolas que gobiernan a las comunidades musulmanas en el
exterior. Son los musulmanes o islamitas, o cualquier otra comunidad de
emigrados, quienes tienen que respetar la Constitución y las leyes del
país de acogida.
El conflicto que les opone en Francia y en otros países de Europa,
mas no en los Estados Unidos donde son cuidadosos en equivocarse, radica
en que los islamitas o musulmanes desean imponer, incluso por la
fuerza, en las escuelas públicas y en otros espacios públicos, las
costumbres y cultura del Islam.
Los países musulmanes y el Islam iniciaron su revolución imperial en
622 d.C., es decir, que hoy están en un estadio que Europa vivió hasta
el fin de la Edad Media en 1453 ó 1492, caracterizado por la
intolerancia, la muerte en la hoguera de escritores, científicos y gente
común que no creyó nunca que la Iglesia católica poseyera la
verdad-unidad-totalidad en todas las materias. La Inquisición fue la
culminación del instrumentalismo político practicado por la Iglesia
Católica porque poseyó el poder temporal y el espiritual al mismo tiempo
y creyó poseer la verdad de la tetralogía
religión-política-economía-cultura, tal como cree poseerla hoy el Islam,
el cual adora con el nombre de Alá al mismo Dios inventado por los
judíos, sus enemigos mortales de hoy.
El Islam obra hoy como obró ayer la Inquisición. En contra de esa
intolerancia destruyó la Revolución francesa de 1789 la tetralogía
religión-política-economía-cultura al abatir la monarquía absoluta de
los Borbones y se instauró posteriormente a escala planetaria los
derechos humanos. Esto originó las transformaciones mundiales siempre en
apoyo de los sujetos y donde quiera que tales derechos no existan, hay
que implantarlos. En los países árabes eso sucederá más temprano que
tarde. Es un acto revolucionario luchar por implantar los derechos
humanos, políticos, civiles, sociales y ecológicos donde no existan.
El Islam y los islamitas están viviendo mentalmente en 1391, aunque
cronológicamente vivan en 2013. Matan, lapidan, decapitan, cortan
miembros del cuerpo humano, azotan, torturan y condenan a muerte a
quienquiera que viole un solo precepto del Corán o que diga que Mahoma
se equivocó en tal o cual aspecto. Proceden igual que la Iglesia
Católica en la Edad Media. Occidente ya vivió esa pesadilla. Esa misma
pesadilla es la que viven hoy todos los pueblos sujetos a los países
musulmanes donde impera la chariá o ley coránica, la cual les permite a
las dinastías y castas gobernantes sojuzgar a millones de hombres y
mujeres en nombre de la religión, tal como ocurrió en nuestro Medioevo
occidental. Por ejemplo, los talibanes destruyeron el patrimonio
cultural de Afganistán y los islamitas radicales de Malí destruyeron, en
su retirada, la biblioteca de Timbuktú que contenía documentos
originales del siglo XIII y que fue declarada patrimonio de la humanidad
por la Unesco (The New Yok Times, ed. española del 10 de
febrero de 2013). Pero lo mismo hicieron las tropas norteamericanas en
Iraq al destruir y saquear la biblioteca de ese país. Es la ley de la
guerra o del más fuerte (Jared Diamond, Armas, gérmenes y acero).
La religión musulmana es la ideología que permite a los discursos
políticos de las clases gobernantes explotar sin misericordia a millones
de hombres y mujeres, tal como ocurrió con los Papas, cardenales y
obispos que gobernaron a Europa medieval en nombre del poder espiritual y
temporal que según ellos les otorgó Dios.
Los estudios de los economistas, sociólogos, antropólogos,
historiadores y especialistas de las religiones han demostrado que aquel
primado medieval de la religión católica por encima de lo político y
lo económico fue un discurso que escondía los mecanismos de explotación
de las clases sociales subordinadas a aquel sistema social eclesiástico.
Por esa razón los países islámicos sometidos a ese mismo tipo de
dominación religiosa que escamotea lo político, lo religioso y la lucha
de clases, y que quieren combatir semejante sistema social, sufrirán
primero la tortura tipo Edad Media que ya vivió el Occidente y se verán
acusados de ser representantes de Satanás y sus sinónimos, el
capitalismo y el imperialismo económico occidental. Esa era la misma
acusación de la Iglesia Católica imputaba a quienes combatían en la Edad
Media su monopolio religioso, político y económico, lo cual explica la
condena del materialismo económico, la usura y el comercio por parte de
los Papas, es decir, la abominación de las relaciones del capitalismo
mercantil que dieron paso al capitalismo industrial y a la actual
mundialización de la economía.
Las relaciones dialécticas entre la ideología del capitalismo y la
universalización de la cultura de los derechos humanos todavía no han
penetrado profundamente en la mentalidad de los sujetos que viven en el
sistema social de los países del Islam, aunque convivan con el modo de
producción capitalista mundializado. Su relación de sujeto a sujeto,
sobre todo con el sujeto femenino, con el arte y la pluralidad de cultos
y la vigencia plena de los derechos humanos, es una tetralogía con
dominante de la religión.
Mientras Vargas Llosa asista a los pases de moda (ver su foto en Hoy,
14/1/2013, p. 5-D); mientras figuree en las revistas de frivolidades de
España y del mundo y ostente el ridículo título de Primer Marqués
Vargas Llosa, quizá extensible dinásticamente a sus sucesores (y
nosotros sabemos de marqueses, porque Pedro Santana fue uno); mientras
Vargas Llosa asista a actos y fiestas de la civilización del espectáculo
como si esto no tuviera consecuencias políticas para el mantenimiento
del orden político, su discurso pseudo-revolucionario en contra del
Poder y los poderosos les divierten y les dejan en paz. Pero el autor
hispano-peruano parece aconsejarnos a todos: ¡Duerman en paz!