LA IMAGINACIÓN METAFÍSICA
EN LA LÍRICA DE PEDRO OVALLES
Por Bruno Rosario Candelier
“Desde que la tierra es tierra
me
filtré por entre la respiración del polvo
para
buscar el otro polvo que hizo posible éste que soy”.
(Pedro Ovalles)
Cuando me correspondió presentar el
primer poemario de Pedro Ovalles lo hice con la satisfacción de comentar la
creación poética del más importante poeta del Taller Literario “Octavio Guzmán
Carretero”, que fundé en 1979 en Moca, para impulsar el aliento creador de los entonces
jóvenes creadores y, desde luego, orientar la dimensión espiritual y estética
de sus creaciones literarias. Mediante el cultivo de la sensibilidad estética y
el incentivo a la creación, procurábamos el cauce de las intuiciones profundas
para hacer de las vivencias interiores la sustancia con la cual atizar la
creación a la luz de la belleza y el misterio.
Los genuinos poetas sustancian la
base de su creación en la fuente de sus vivencias entrañables, lo mismo la que
procede de cuanto sucede en la vida, como la que concibe la imaginación o
fragua la interioridad en contacto con fenómenos y cosas para encauzar su
peculiar visión del mundo y de la vida. Los poetas con conciencia de su oficio
fundan sus creaciones en el caudal de sus experiencias personales, que plasman
con el enfoque de dimensión estética de lo viviente, a la que endosan su
valoración metafísica que concita la sensibilidad profunda. En su primer
poemario, Retoño de sueños (1987), nuestro poeta había consignado: “Oh silencio abrazador /donde se mueren las palabras /donde se duerme
como en un vacío/ la música del viento/ donde el tiempo parece detenido
(“Silencio”).
La creación poética del Pedro
Ovalles traduce, mediante el concurso de imágenes y símbolos comunicantes, las
vivencias de un creador que parece vivir la vida en estado de poesía, ya que
nuestro poeta se ha instalado en el reino mágico de la fabulación y el estadio
sin par del ensueño, aun cuando se sabe a sí mismo “barro sensible” o “llanto
desgarrado” en cuya expresión encauza lo que impacta su talante con sus
figuraciones líricas y estéticas: “Cuando
solamente/ nos queda en el recodo de los ojos/ la triste ceniza/ de los sueños
destrozados/ no es justo ir al llanto/ porque mientras tiemble en el pecho la
vida/ siempre estaremos al alcance del laurel/ para amarrar en las pupilas/ la
esquiva primavera” (“Ceniza de
sueños”).
En sus variadas creaciones el
poeta ha sabido encauzar su voz personal impregnada de los sueños y anhelos que
da a conocer mediante el recurso de imágenes surrealistas, simbolistas y
creacionistas para apuntalar la fuerza lírica, simbólica y metafísica de una
sustancia poética consustanciada con las manifestaciones de lo viviente. Por
eso, en este nuevo poemario, El color de
la eternidad, nuestro poeta consigna que sus versículos son “la cáscara que
resguardan sus llamaradas”, vale decir, “el fuego que incendia su pensamiento”. Efectivamente, esa ardiente sensación que calcina sus entrañas es la
imagen adecuada para dar a entender la situación imaginaria de un poeta atizado
por el fuego de la pasión estética bajo la ardorosa llama de los delirios
consentidos.
Reitera Pedro Ovalles la línea
esencial de su sensibilidad estética, es decir, la manera dulce y suave de una
expresión que da cuenta de un lirismo intenso, dramático y fecundo mediante la
búsqueda de la dimensión esencial de hechos y fenómenos en procura de la huella
que las cosas otorgan a su sensibilidad profunda. En su primer poemario había dicho
en “Quién”: “Quién desciende/ al fondo de
la noche y palpa/ eso que está allá abandonado como el viento/ eso que está
callado mar adentro/ eso tristemente sin forma ni voz/ alejado de los ojos /
del tiempo/ de las manos/ y de la sangre/ y del beso”.
Como los grandes poetas metafísicos, nuestro poeta se siente concitado
por esa secreta apelación que lo llama a ponerle voz a lo que no la tiene o
revelar el sentido de cuanto late subyacente, ya que, como dijera William
Blake, procura “ver un mundo en un grano de arena”, dotando de forma y sentido
al mundo informe e intangible para conformar el canto que formaliza la llama de
su interior profundo. En uno de sus textos, escribe:
“No puedo
decir del todo que estos poemas son míos. Tienen el ritmo de cada poeta que he
leído. Mis poemas son un arenal. Candentes y fríos a la vez. Mis poemas son
como la orilla del mar. Cada grano de arena es un eco lejano, una música venida
de no sé dónde. Mis poemas son originales porque Alguien entró a mi interior y
tomó de mi
sangre (que es su propia sangre) y los escribió
desde tiempos muy lejanos. En sus grafías se puede percibir la resina de los
años, el tejido del tiempo hilvanando la eternidad. Mis poemas son
auténticamente míos por negación a su origen: surgen de un manantial donde
confluyen diferentes aguas”.
Como creador de sueños (no se olvide que para los poetas nada es
imposible), el destacado poeta mocano recrea el caudal de imágenes que amasa su
sensibilidad, dando forma estética a su visión lírica, metafísica y simbólica,
con un hondo sentido de lo viviente, un claro concepto de lo trascendente y una
reflexión sobre su propia creación:
“Estos versos
los firmo sin tener que escribirlos. Cuando los leo, me resisto a decir que son
míos. Los escribo sin tener que mover los dedos. Impresos en la piel del tiempo
los he visto desde antaño. Están esculpidos con el ámbar que emana del propio
tiempo. Y mucho antes de tú decir que son míos, antes de tener rótulo, ritmo y
sentido, la brisa me había traído a la boca el milenario sabor de su
permanencia. Yo no soy escribano. Simplemente exorcizo el silencio para que
diga silencios. Por eso estos versos los firmo sin tener que escribirlos”.
Los seres
humanos necesitamos el manadero de la expresión estética o espiritual para
canalizar el dolor, la angustia, la soledad, las frustraciones y desventuras.
Pedro Ovalles se vale de la poesía para compensar frustraciones, penas y
nostalgias. Convierte el dolor, los sinsabores de la vida y la angustia de la
existencia humana en sustancia de su creación o en motivo de su inspiración. La
palabra como pasión creadora es uno de sus rasgos distintivos. Halla en la
creación poética el antídoto de la realidad nefasta. Concibe la poesía como un
puente entre Dios y los hombres:
“Es cierto
que el polvo sube hasta mi edad, que no puedo tumbarlo de mi soledad. En
soledad está desde antaño. Por eso desde milenios y milenios de años yo estoy
en este instante que es todos los instantes. Desde que la tierra es tierra me
filtré por entre la respiración del polvo para buscar el otro polvo que hizo
posible éste que soy. Desde que se arrastró el primer lagarto y se empolvó de
noches, y más luego se bañó de tibieza cuando la primigenia aurora se confundió
con su mirada, desde esos entonces el polvo es polvo y su voz no se oye porque
su timbre es oscuro como su origen. He cavado muy hondo e innumerables veces en
todos los caminos y el polvo que surge solamente logra taparme los ojos de
angustia. Aun así lo veo retorcerse de dolor porque a su edad no sabe que es
polvo. Yo, que cuando alzo un puñado de tierra y me ensucio la sonrisa, de una
vez siento que ya no tengo los pies en el suelo, que no soy de este tiempo
porque a todos los tiempos pertenezco. Alguien, con manos tan suave como la
nieve y la voz tan limpia como el primer día, con los pies afincados en la
eternidad, me sube a una nube y me dice al oído el polvo de su ser. Me dice
cosas que al instante se vuelve polvo eterno, porque polvo perpetuo es todo
pensamiento que es más que pensamiento”.
Nuestro creador participa del
“dolorido sentir” del que hablara Garcilaso de la Vega, en razón de la
sensibilidad empática que distingue a los poetas. Con esa singular distinción
de su sensibilidad, el sentido de las cosas alienta su potencial creador. Hace
uso de su mente sutil para atrapar la verdad que su intuición descubre; y hace
uso de su sensibilidad estremecida para encauzar la apelación espiritual y
estética, que expresa con hondo aliento metafísico:
“Todos
miramos, pero no todos somos tan sensitivos cuando lo hacemos como si
estuviéramos soñando. Cuando fijamos los ojos en algo, y al hacerlo llueve
dentro de ellos, pues nos olvidamos de la sal del agua, de la noche que
ineludiblemente llega, o del oscuro silencio que nos aguarda más allá de la
eternidad. Constantemente somos testigos de la resina que queda en el fondo del
instante cuando la luz y la sombra tejen el otro fondo que la nada nos reserva.
Mirar es otro modo de morir. Morir como muere la espuma. Oh, nacer al soplo
para perdurarse en el principio del olvido que es el inicio de otra quimera”.
La energía interior de su
conciencia viene fraguada por la potencia erótica de su sensibilidad, cuando
abreva en la fuente de su inspiración. Nuestro poeta asume la energía de Eros
como impulso de creación y valoración; como energía para vivir y luchar; como
aliento para articular un proyecto poético. Ese atributo del talante expresivo
de Pedro Ovalles da cuenta del amor a la vida y, desde luego, de su fervor por
la creación atizada por el cultivo de la palabra con valor artístico y sentido
trascendente. Con ese fin, nuestro poeta acude a la poesía para mitigar el
miedo, la soledad, el vacío. Experimenta una lucha permanente con sus angustias
y obsesiones, al tiempo que canaliza en la literatura el aliento para
contrarrestar lo que mengua el impulso creador. Por eso asume el mundo y lo
transmuta poéticamente en canto, llama o aliento de luz:
“Por
tu mirada me voy hasta la infinitud. Sin decir adiós. Sin equipaje alguno.
Envuelto en llamas. Desnudo como la aurora. Carbonizados los pies. Me dejo ir
por tu mar de verde silencio. Todo lo dejo. Nada recojo. Sólo el horizonte me
basta. Cuando tomo el camino que conduce a tu plenitud, a tu cielo que a veces
quiero tener apretado en mis manos, no necesito el viento, o la brisa en la
piel, o el aire rondando a escondidas. Irme, como se van las olas, como se
pierde en el aire el perfume. Avanzar con los pies descalzo, sol y lluvia sobre
la frente, fuego apartado con las miradas. Nada es roca, piedra en el rostro,
si voy hacia el azul, hacia el jardín que me recuerda el color que tiene la
eternidad”.
Como creador
literario, nuestro poeta experimenta la necesidad de comunicar el torrente
emocional, imaginativo y espiritual mediante el arte de la creación poética. En
este poemario usa la forma del versículo, no los versos establecidos, para dar
a conocer lo que fecunda su sensibilidad. Se siente dotado de una sensibilidad
especial para atrapar la belleza y el sentido de las cosas. Suyo es el anhelo
de plasmar una creación verbal articulada a la sustancia de la realidad que
vive en el mundo alado de sus sueños, esa vertiente subjetiva y entrañable que
comprende la dimensión interior de la realidad estética, fragua de la poiesis que la palabra formaliza con
sentido artístico. De ahí la sensación de abstracción de su temática lírica,
pero el sentimiento de ternura encauza ese hálito ideal hacia el mundo
inteligible de lo espiritual que distingue su manera de sentir, con la cordial
disposición para atrapar la dimensión hermosa y cautivante de la realidad con
su fascinación y sus sentidos. Ese rasgo de la interioridad del agraciado poeta
mocano explica el deseo de hacer de la expresión un canto luminoso con la
belleza de la expresión y la hondura de lo profundo, cuando se siente apelado
por la presencia sutil de la amada de sus sueños:
“Tú y yo, tú allá y yo aquí. Sin embargo, los dos tras el cristal y avanzando en la lejanía, ambos dentro del mismo intersticio de tiempo, pisando las mismas arenas, sin mirarnos aún. Yo, amarrado a un silencio de ladrillos. Tú, impulsada por un viento más frío que el azar, pues llegaremos al cruce donde podremos enlazar las manos. Yo, asido a la jaula de la utopía, más cerca que tú de lo absoluto, más firme que tus pies que son la luz. Yo, en la inmovilidad de lo inmóvil, voy casi rozando tu otra imagen en el espejo: levedad del aire que le da vida a las alas del pensamiento. Tú, muda, solícita en la huida como el recuerdo, empujada hacia la perpetuidad. La mirada va regando la semilla de lo posible, abriendo el molde de las huellas que serán los mismos vestigios de aquél que atrapado en la jaula del sueño está más cerca que tú del color de la eternidad”.
Al sintetizar
los rasgos literarios de la creación poética de Pedro Ovalles, hemos de
identificarlos en los siguientes términos:
1.
Compenetración sensorial, afectiva, imaginativa y espiritual del sujeto
contemplativo con elementos, fenómenos y cosas: “Dentro de todo lo
mirado, siempre se guarda en la memoria un paisaje que la luz no ha besado.
Cerramos los ojos, endurecemos los labios, matamos las palabras: no somos
terrícolas; somos silencio de otro silencio. Ay, el aire ha invadido otro aire.
Aquello tan bruñido, traslúcido como un rostro olvidado. Siempre la misma
lejanía. Un cielo allá detrás de lo soñado. Es como morir, como barnizar de
ceniza la idea. El color de lo pensado adquiere la dimensión de la eternidad.
Esa distancia, ese pensamiento tan alargado como una hebra de sol, un tanto
escupido por la noche, despellejado a destiempo. No tiene la altivez del fuego;
no es calle transitable; no es acuarela de ningún pintor. Oh, memoria de un
paisaje que la luz no ha besado”.
2. Empatía
universal con ternura cósmica (con una mirada amorosa hacia los árboles, la
lluvia, los pájaros, los ríos, la tierra, los astros…): “Dentro de todas las extrañezas que tiene la noche hay
una que sobresale. En cada sombra que proyecta existe un pequeño hueco por
donde se filtra la mirada del alba. No todos tenemos ojos para mirar ese ciego
espacio en ese fondo tan hondo. En cada derredor nuestro Alguien nos mira, y lo
hace a través de un cristal pintado con el verde de la primavera. Y ver más
allá de lo que se puede mirar. Descubrir que no estamos solos dentro de todas
las extrañezas que tiene la noche”.
3. Singular
encantamiento del sujeto lírico por la belleza y el misterio: “Cerrados, con las puertas condenadas, los hierros
mohosos de tan antiguo el cautiverio, estamos todos como sin podernos mover en
un desierto. Las palabras chocan en el letargo de algún muro, allá donde comienza
la eternidad. Cerrados, las aldabas dormidas, caídos los cerrojos, nosotros,
apiñados en el tiempo, sin hueco posible en el aire. Apretujadas, las sombras,
machacadas por el peso del cadáver de la luz. Y ahí, sin que nadie oiga nuestro
grito, con las puertas condenadas para siempre, miramos, con los ojos cerrados,
allá, mucho más allá de nosotros, el color que tiene la eternidad”.
4. Apertura
interior, desde su talante afectivo hasta su dimensión espiritual con
inclinación por el placer y el dolor de los sentidos: “Como la orilla del mar somos: húmedos, y otras veces,
tibios. La vida va dando saltos como las olas, va dejando una híbrida
temperatura en las arenas. Cambia el color de la tierra. Cambia el rostro del
agua. Cambia la mirada del poniente porque cambios permanentes son la luz y la
sombra. Una avanza y empuja la otra. Un recodo se llena y se vacía el otro. Y
nosotros no tenemos más que acomodarnos a esa metamorfosis”.
5. Valoración
del alma de lo viviente como la dimensión esencial de las cosas, pues nuestro
poeta sabe, con Antoine de Saint-Exupery, que “lo más hermoso está dentro”,
aunque no todos saben auscultar esa dimensión intangible y trascendente: “No todos podemos ver y oír ese magnánimo rostro que nos
habla y nos ve. Él, en el aire y en su castillo perenne; nosotros, aquí en la
tierra a veces con tierra en el pensamiento. Los que oímos esa voz, no lo
hacemos con los pies en el suelo. Su mirada y su expresión nos alzan del barro.
Quien oye el timbre de su lenguaje de hojas es como oír un himno que hipnotiza.
He ahí cuando se produce el acercamiento esperado, la aproximación del cielo y
la tierra. Entonces, el sonido del roce del aire se vuelve una plegaria, y el
viento es un ángel traduciendo y perpetuando la comunión”.
Atizado con el
aliento de la creación poética, encendida su alma con la llama de la lírica y
consustanciado su numen con el caudal de la expresión simbólica, Pedro Ovalles
enaltece el cultivo de la palabra poética mediante la asunción de la sustancia
que nutre la realidad estética fraguada al amparo de sus vivencias metafísicas.
Para expresarse con la emoción que le distingue, nuestro admirado poeta
describe lo que vive en el hondón de su sensibilidad de manera profunda y
entrañable, al tiempo que procura la expresión de la belleza que deleita y del
sentido que enajena bajo el fulgor iluminante de la pasión poética. Eso explica
el entusiasmo lírico de su creación y la connotación estética de su lenguaje,
que el vate mocano canaliza con singular fascinación y particular encanto en
versículos henchidos de la ardorosa llama del espíritu.
PRESENTACIÓN DEL POEMARIO "EL COLOR DE LA ETERNIDAD"
Bruno Rosario Candelier:
Presidente de la Academia Dominicana de la Lengua
Española.
Moca, Ateneo Insular, 6 de julio de 2011.-
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