miércoles, 6 de agosto de 2014

Fernando Pessoa, de excelso poeta a autor de novela policíaca.

Se trata de unas novelas, en su mayoría inéditas, como indica el sello editorial, que nunca habían sido publicadas hasta ahora completas, "tal como Pessoa tenía previsto y según los esquemas hallados entre los documentos que conforman su legado escrito y que forman parte de ese gran baúl del poeta".


Madrid.- "Uno de los pocos divertimentos intelectuales que persisten en lo que aún le queda de intelectual a la humanidad es la lectura de novelas policíacas...". Así lo sentía Fernando Pessoa, uno de los poetas más excelsos del siglo XX y al que su pasión por este género le llevó a escribir varias obras.

Un conjunto de novelas que la editorial Acantilado ha reunido por primera vez en un solo volumen, con el título "Quaresma, descifrador", con introducción y edición de Ana María Freitas y que verá la luz el próximo 3 de septiembre.

Se trata de unas novelas, en su mayoría inéditas, como indica el sello editorial, que nunca habían sido publicadas hasta ahora completas, "tal como Pessoa tenía previsto y según los esquemas hallados entre los documentos que conforman su legado escrito y que forman parte de ese gran baúl del poeta".

Fernando Pessoa, el gran escritor portugués, nacido en Lisboa en 1888 y fallecido en 1935, escribió muchísimo y de forma muy diferentes a lo largo de su vida, un heterodoxo, rico y fragmentado.

Poeta, ensayista y traductor, Pessoa fue uno en esencia, pero por lo menos cuatro por desdoblamiento de personalidad y de máscaras: Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Álvaro Campos o Bernardo Soares, sus heterónimos

Así, el autor de "Libro del desasosiego" que tenía una mirada muy plural de la vida, y que era capaz de construir los versos más sublimes y estéticos, envueltos en la saudade portuguesa, o numerosos ensayos literarios y políticos, y que fue símbolo de modernidad cultural, también fue un lector apasionado de novela negra.

"Entre el inestimable y reducido número de horas felices que la Vida me permite pasar, considero que el mejor año es aquél que me permite pasar horas enfrascado, de cabeza y de corazón, en las lecturas de Conan Doyle o de Arthur Morrison. Tal vez (...) sea motivo de asombro, no que estos sean mis autores predilectos y de cabecera, sino que confiese que lo son".

Y esto que deja escrito Pessoa puede que a alguien le deje sorprendido por la idea de considerar a la novela policiaca como un género menor, no literario, una clasificación que hoy parece desfasada. La novela negra está viviendo hoy un "boom" en todos los países y tiene una gran demanda con todo tipo de lectores.

Pessoa, gran admirador también de Edgard Alan Poe, se suma así- aunque él dio un paso más al escribir en este género- a otros grandes de la gran literatura que amaron lo "noir", como el uruguayo Juan Carlos Onetti, quien se pasó los últimos años de vida en su cama leyendo novelas policiacas o André Gide, cuyo ídolo era George Simenon.

Y también la querida y recientemente fallecida Ana María Matute, gran lectora de novela negra, de autores como Mankell, Michael Conelly o Elizabeth George. Matute siempre decía, entre bromas, que le hubiera gustado escribir en este género pero que nunca le salía.

Fernando Pessoa entre sus distintas formas de entender la escritura creó otra máscara, al detective privado Quaresma, un investigador, vestido con abrigo de paño, sombrero y gran lector de Shakespare, que quién sabe si nació para investigara al propio Pessoa.

Estos relatos policiacos tuvieron una primera edición en 2008 también bajo la dirección de Ana María Freitas. Este nuevo volumen completo que publica ahora Acantilado ha sido traducido por Roser Vilagrassa.

El programa radial “Club radial: Yo sé algo bueno”, que se transmite por “Celestial 106.5 FM”, donde estuvimos hablando de los proyectos y objetivos que tiene el Taller Literario Triple Llama De Moca para este años 2014. Este prestigioso espacio, se realiza de lunes a viernes, de 10:00 am a 12:00 PM, por los comunicadores Isidro Silva y Thomas Gómez Jiménez



sábado, 2 de agosto de 2014

Macedonio Fernández. Escritor argentino de leyenda creciente.

Por PEDRO PEIX (LITERATURA) 

LA BOHEMIA METAFÍSICA de un histrión urbano. Hace tiempo que la “novela” y con ella la literatura, le debe una buena parte de su renovación, y quizás mañana de su destrucción
Se puede afirmar que Macedonio Fernández fue un hombre que se preparó toda su vida para escribir su mejor novela después de muerto. Todavía debe estarla reescribiendo en algún lugar de la “Eterna”, porque para él la verdadera “escritura” era la ausencia de la nada, ya que ni la conciencia ni el mundo tenían existencia, salvo en la incandescente pizarra de nuestra vigilia. A decir verdad, se tomó su tiempo, casi vivió 80 años y en ese lapso de ensueños, apenas iba tirándole alpiste a lo imposible, atizando destellos de un resplandor inacabado, remitiéndole misivas azules a una “presencia” que solo podía ser efluvio y rumor de sí misma, el “libro perfecto y vacío” que le encargó la posteridad.
Era un libro que iba deshojando a medida que lo iba escribiendo, un “libro” que no quería terminar nunca o que su grandeza radicaba en no acabarlo y dejarlo disperso entre papeles cansados de su mala memoria, acaso como si fuera un “diario” de “todo para nada”, en donde arrojarlo y recogerlo del piso era un mismo ritual de inmortalidad.
A fin de no empezar nunca la “novela” escribió 56 prólogos y apenas 20 capítulos de una ficción sin trasunto ni coherencia discursiva, y los escasos personajes no se conocían por sus rasgos físicos ni por sus emociones o por alguna psiquis que pudiera definirlos o retransmitir su propia fabulación.
Lo importante no era perfilar un argumento, gestar una intriga, acumular sucesos o episodios novelescos, sino ejecutar el diseño de una “forma” sin darle la más mínima importancia al tema ni a verdad alguna ni a la realidad circundante. Lo que interesaba era la aventura de lo que se iba escribiendo, sin saber lo que iba a ocurrir al día siguiente de tramar un nuevo devenir siempre provisional.
Esa era la gran inventiva, el despropósito, la técnica secreta de postergar la plasticidad de una “obra”, de renegar de ella continuamente a medida que iba ovillando su demolición cotidiana, su desintegración sistemática, a pesar de los fragmentos, las notas y los apuntes a volandas con que parecía hilvanar su deliberada oscuridad y estupor.
“El desorden de mi libro es el de todas las vidas y obras aparentemente ordenadas”, escribe Macedonio en uno de sus prólogos a la desesperanza del autor, y concluye afirmando que no tiene por qué disculparse, y menos si en el legado de los grandes pensadores y científicos, todo “plan de unidad” fue un artificio, un oportuno método transitorio para afianzar paradigmas, y la misma filosofía no ha pasado de ser un voluminoso borrador de conjeturas.
Toda esta narrativa del caos, todo este libro “inseguido”, toda esta “literatura salteada” (en la que su novela se puede abrir por cualquier página y retomar por cualquier capítulo o párrafo), Macedonio la legítima alegando que solo es posible percibir la realidad dándole un corte transversal al infinito, sumándose a medias al flujo creador de su difusa y furtiva discontinuidad.
Por eso la novela deriva en un mosaico de reflexiones sobre cómo anular su propia construcción formal, en un crucigrama lúdico y vagaroso para impugnar con humor, no sólo cada asomo de ficción, sino cada “escritura” urdida con inflexión teórica o estética vana en la que incluso, el mismo autor puede ser excluido si se convierte en un espectro retórico o en un personaje demasiado tedioso e impertinente.
“Escribía para ayudarse a pensar”, decía de él Borges, trastocando uno de los aforismos de Schopenhauer, de que hay dos tipos de escritores: “los que tienen que pensar al momento de escribir y los que escriben después de haber pensado”. Y si bien es cierto que Macedonio era mejor “conversador” que escritor, su escasa producción literaria nos induce a creer que solo escribía para seguir fantaseando con la muerte.
La bohemia metafísica  de un histrión urbano
Viajaba todos los días a la tierra prometida de sí mismo y siempre escribía para olvidar lo que aún le faltaba por vivir
Hay escritores que después de muertos siguen viviendo por las calles de su ciudad. La gente los ve pasar fugazmente en el temprano celaje de la tarde, o saliendo de alguna tienda lóbrega, hablando con las sombras de los balcones perdidos, o los ve cruzar de una acera a otra, saludando con un adiós de piedra en los labios, o quizás los ve con los amigos de siempre en cualquier esquina, o los ve pasear a la distancia con una mujer inolvidable cuadra a cuadra a lo largo de una generación y otra, o los ve semejante a su ausencia, sencillamente espectral, orillados a una breve eternidad, con el perfil y los pasos de antaño, pero incontaminados de las tribulaciones y la maledicencia del presente.
Si la topografía urbana de Buenos Aires era todo un espectáculo, Macedonio Fernández terminó siendo un espectáculo mayor, fue creciendo secretamente por plazas y veredas, envejeciendo en sus ponientes, dejando el pellejo en el ayer de cada mañana. Era la bohemia metafísica de un solitario con la ciudad a cuestas. Los transeúntes lo veían como un “recién venido” de todos los tiempos. Los escritores y poetas lo rememoraban como un epitafio en marcha por barrios y callejones con estatuas muertas, y los que nada sabían de literatura lo veían por atajos de arrabal que aún seguían acorazonados entre el siglo XIX y el XX, bajo el mismo parpadeo de las luces que a lo lejos iban marcando su retorno.
Borges lo recuerda arrinconado en una confitería de la calle 11. Ya casi era una leyenda sin una obra fehaciente tras de sí. Parecía que conversaba mejor de lo que escribía. Sus amigos y admiradores podían amanecer a su lado sin apurar una gota de alcohol. Eran tertulias de media noche donde se hablaba de lo “imposible del ser” y del “ser imposible” que hay en cada uno de nosotros. Todo terminaba en largos coloquios en torno a una mesa que podía servir de oratorio, de pupitre o tribunal para pasarle revista a los que habían inventando el mundo con la palabra. El pontífice de cafetería era Macedonio, divinizado en su pobreza y modestia de genio de salón, la voz cantante que entonaba los grandes tópicos de la inmortalidad y su hora celeste, sentando cátedra con dos o tres frases roncas, y a veces, cuando se quedaba callado, transmitiendo la autoridad de un silencio ontológico y condescendiente.
Y ciertamente, era una bohemia metafísica, disquisiciones existenciales atadas al yugo de lo eterno, verdaderas parrandas verbales, atiborradas de citas y aforismos, golosa de una cultura que dejaban derramada en la magra y vana sobremesa de literatos estupefactos de su talento inútil. Se desvelaban paladeando la nombradía y la sonoridad doctrinal de los grandes filósofos. El universo se podía estar incendiando y ellos seguirían discutiendo sobre las ideas de Kant o de Nietzsche en el sopor de una noche de verano, encerrados entre cuatro paredes y entre el ir y venir de los camareros, ya hartos de los delirios de este cenáculo de oníricos, y seguros de que al fin de la madrugada recibirían una “propina cósmica”.
Macedonio Fernández había dado a conocer su primer libro a los 50 años, y su primera novela a los 73, de modo que su legado era un rumor, una burbuja de las fuentes y los aljibes, una confidencia de viandantes y malevos, una quimera del Buenos Aires que creció al filo de los cuchilleros, al quiebre de la milonga, al gaucho que saltó de la pampa a la “Casa Rosada”, al inexorable pathos del argentino adámico y atorrante que cree que los dinosaurios del paraíso todavía están sepultados en la Patagonia.
Sería difícil hacer una biografía del alma itinerante de Macedonio, y del resplandor furtivo y sonámbulo que dejó por los vericuetos populosos de Buenos Aires. Todavía se dice que el embrujo de su personalidad es invento de Borges. Su propia aura de una soledad heroica y misteriosa, y sus pasos perdidos por los laberintos de una periferia urbana donde más que un minotauro extraviado fue un histrión acongojado por la ausencia de Elena, su esposa, la Bella Muerte.
Al parecer, tras el fallecimiento de su cónyuge, empieza la historia del Macedonio errante, huyendo de sí mismo y de los recuerdos de la difunta más amada aún en el retiro de la muerte. Es la evocación casi piadosa y funambulesca del Macedonio vagando por los arrabales entre una pensión y otra, malviviendo en cuartos de hoteles tan arruinados como sus inquilinos, en piezas de traspatios sofocantes, o como un “pobre huésped de solemnidad” acogido temporalmente en casas de amigos y allegados magnánimos.
Reminiscencias de un hombre que se quedó sin hogar casi en mitad de su vida, que abandonó o se alejó de los hijos para convivir con la eternidad del instante, bebiendo su “mate”, fumando su pipa en el júbilo de los insomnios o tocando su guitarra con el encanto y la pasión de quien ya no puede tocar a una mujer, día a día enriqueciendo el inventario de su soledad con nuevos hábitos de silencio, o con oscuridades más hondas que el nacer para nada o el morir por nadie.
Los que lo recuerdan en sus últimos años, casi octagenario y aún vivo sin saberlo, tan pequeño, fantasmal y senil, hinchado de chalecos, sacos y abrigos para verse menos flaco y decrépito, cuentan que se dormía sin quitarse la ropa en su camastro de hotel, temblando más que por el clima invernal por el viento helado de la muerte, su amante perpetua siempre con los ojos abiertos, en perfecto duelo con el ocio de las tumbas.
Cambió la abogacía por la literatura:

“Ejercer el Derecho hubiese sido una manera de ganarse la vida, y quizás de perder la eternidad”

Para Macedonio Fernández, la muerte terminó siendo tanto un tópico literario como un coloquio cotidiano, un conversatorio parco o vehemente según la otredad de los insomnios, o según el deambular errante por Buenos Aires como un trashumante de la gardenia, llevando en hombros la ciudad perdida, siempre de mudanza en mudanza, hablando aún con un padre muerto en la duermevela de la siesta o con la madeja de un “único amor” o la deriva de su infinito interior, asumiendo a toda hora en la cavilosa mañana de su destino, como bien dirían los amigos, su legendaria “soledad sin tedio”.
Habría que imaginar a un hombre en la vaga oquedad de un cuarto de hotel, envejeciendo a solas en los espejos, sin libros y sin cuadros, con un mobiliario alquilado y un equipaje de arrabalero en tránsito, sentado en su cama y escribiendo sobre las piernas un borrador de su universo. Por ratos lo llamó “una novela que comienza”, y más adelante “La continuación de la Nada”, meras tentativas para demorar una obra en sigilo, estrategias ladinas para no entramparse en ficciones de las que descreía como autor, y que a la vez le servían para escabullirse de ese artificio alucinante que era recrear la vida en la escritura.
Nadie sabe cuando empezó sus “cartas de batalla” a fecundar la gramática de los sueños ni cuántas hadas tuvo que secuestrar para perseverar en su largo silencio productivo. Quizás solo quería descamar la “serpiente encantada” de la creación y yugular su áspid en la fría vigilia de un demiurgo impasible y necrófilo, acaso diseccionando su novela como el forense que abre en canal un cadáver, escrutando sus llagas, rebobinando su memoria, tomándole el pulso a su conciencia muerta y rematando todo aliento poético o divino.
Como si encontrara un diagnóstico válido para ir y venir del cielo al infierno de sus desganadas fabulaciones, decidió llamarla finalmente “Museo de la novela de la Eterna”, un manual para descodificar los engranajes de cualquier novela, una “desiderata” para desarmarla y volverla a armar al arbitrio de una nueva autodestrucción, un verdadero certificado de defunción del “arte de novelar”, ajeno a toda vanagloria e indolente a la crítica de académicos y vanguardistas, leía uno que otro párrafo a medianoche sin importarle ningún comentario, al extremo de invitar al propio contertulio a concluirla o a multiplicar sus capítulos en recreaciones colectivas.
Uno se pregunta cómo pudieron sobrevivir estos manuscritos empaquetados en armarios y gaveteros desvencijados, tantas hojas tiradas por la ventana y vueltas a recoger, toda una “papelería” incendiada por los bordes para reencender la pipa o calentarse en invierno, un grasiento acopio de notas y servilletas con capítulos a medio hacer o ideas difusas al dorso de una metáfora o al margen de un repentismo, de cualquier modo docenas de “borradores” tachados y reescritos con letra de notario, viajando en una maleta al albur de aguaceros y alimañas por vecindarios de mala muerte, y sin embargo preservados con fervor de patriarca, y celebrados por amigos sin aún haberse editado en un libro que sería póstumo, pero que ya en vida influía en los mentideros de leyendas por sus osadas y asombrosas innovaciones.
Y “Museo de la novela de la Eterna” es quizás la primera novela latinoamericana que trata sobre la propia novela que está escribiendo el novelista: más aún, es la primera que se “autoanaliza” sobre su construcción y ensamblaje, sobre la ambigua identidad del autor y la misma autenticidad de los personajes, apócrifos o no y, especialmente, sobre la legítima defensa de una “realidad” que solo interesa cuando es soñada o reinventada, y no cuando es transcrita o reproducida de aquella que discurre cotidianamente en sus cuadrantes oficiales.
Esa “realidad” que es mimética y espejo de cualquier vida, dotada de sentimientos y emociones convencionales, registro de costumbres y hábitos comunes, carecía, a su entender, de relevancia estética. Por eso Macedonio acuñó el término “belarte” para expresar su desprecio por el “realismo” y su imaginario predecible y simétrico.

No en vano abominaba del periodismo y de toda esa artesanía del deshecho cotidiano, la llana y vacua descripción de la inmediatez que enajenaba el juicio de la multitud en caso de que tuviera alguno. “Museo de la novela de la Eterna” era una “literatura del pensar o un pensar la literatura”, por el lado conceptual como el “Monsieur Teste” de Valery, y por su indagación formal como el “Tristam Shandy” de Sterne, o “Jack, el Fatalista” de Diderot, o “Paludes” o “Los Monederos Falsos” de André Gide, o “Niebla” de Unamuno, unos y otros textos precursores y antecedentes de una introspección creadora, donde se tomaba conciencia del artificio de la realidad escrita, y del inmenso poder del lenguaje para entretejer, validar o desmentir la “materia prima” ya fabulada.
Tal como quería Macedonio, sus personajes salieron a la calle antes de que saliera su “novela”, y mientras salían a la calle iban haciendo la novela en su fantasiosa concepción y devenir, en esa inefable e irreal identidad que sólo era memoria onírica y voluntad de una quimera hecha palabras. De ahí que la “Eterna” se describa como “alta, hermosa de formas, ojos y cabellos negros, quien pasa delante de ella pierde el don del olvido. La “Eterna” es quien está más lejos de las sensaciones, el que la ve, debe al día siguiente aclarar el misterio de la eternidad de ella y de sí.
Todos los personajes de esta novela son alegóricos (Deunamor, Quizagenio, Dulcepersona, el No existente caballero), y algunos se lamentan de sus nombres, otros se explican en su contexto con una nota al pie de página, y muchos son desechados por frágiles, inconsistentes, y volátiles, sobre todo los personajes que provienen del “realismo”, con rasgos físicos y aliento psicológico, y que son los que configuran la “novela mala”, en oposición a la “literatura buena”, que está por venir sin compromiso con nadie ni con nada, y con personajes que no se parecen a persona alguna. Macedonio desdeñaba su propia obra, rebosante de greguerías, de bodrio filosófico y fárrago vagaroso, tanto o más como el que primaba en la “vida cultural” argentina, en las academias y veladas de literatos laureados. De no haber sido por el “Museo de la novela de la Eterna” hubiese pasado como un trovador del criollismo, un diletante de taberna o un arlequín menesteroso, con más de loco que de poeta. Pero así como menospreciaba su “protonovela”, al mismo tiempo proseguía secretamente emborronando cuartillas, aunque sin anhelar editarla jamás.

Fue bajo insistencia de los amigos que se decidió a publicar sus pocos libros, y el “Museo de la novela Eterna” vino a salir a la luz quince años después de su muerte (1952).
Sólo entonces muchos críticos y literatos que aún dudaban de sus dotes creadoras, cambiaron de opinión y empezaron a reconocer la trascendencia estética y la renovación formal de su novela póstuma, que tan calladamente había marcado su impronta en la literatura argentina, no sólo en Borges y Bioy Casares, sino en Marechal y Cortázar y en muchos narradores latinoamericanos que aún continúan redescubriendo el espíritu lúdico y “deconstructivo” con que había sido tenaz y despiadadamente preconcebida, y a lo largo de tantos años en los que –en este lado del mundo – nadie se había atrevido hasta entonces impugnar la novela como género ni satirizar su propia inventiva, y mucho menos a mofarse o a poner en entredicho su grave solemnidad creadora.
Porque el humor y la parodia fueron otras vetas abiertas por Macedonio en una novelística que ya hoy se alimenta y se ensambla con ellas.
Si por un buen tiempo muchos vieron en sus textos, sólo desvarío, indisciplina e incoherencia formal, a más de ingenio alborozado y bufonería chispeante, no vislumbraron que el “idiota de Buenos Aires” que corría detrás de los transeúntes en los días de lluvia para decirles que tenían el paraguas mojado, era más que un histrión urbano, todo un viajero metafísico que se burlaba de su propio lugar en el mundo, advirtiéndonos que unos y otros somos personajes de lo insólito, dando vueltas sin saberlo en la inmortalidad del azar, o tal vez vanos monólogos en la última parada de la bella muerte.

La soledad en García Márquez y Octavio Paz.


Por MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN (LITERATURA) 
EL FINAL  de “Cien años de soledad” es el fin de la Historia como razón y la continuidad del tiempo del mito
En 1959, Octavio Paz dio a la luz uno de sus libros ensayísticos más emblemáticos, “El laberinto de la soledad”. Con él busca definir la esencia de la mexicanidad. Un conjunto de rasgos, que generalizando unas conductas vistas ya y descritas en la cultura mexicana, son llevadas a una síntesis culturalista, sociológica, antropológica y política. No es de extrañar que este discurso, que ya había tenido cabida en todo Occidente, tratara de definir lo que “somos” como personalidad nacional. Tal como lo hiciera en España José Ortega y Gasset en “España invertebrada”.
En nuestro país ese discurso es ya inicial en José Ramón López y Federico García Godoy. No menos en otros autores latinoamericanos como Domingo Faustino Sarmiento, José Martí y Eugenio María de Hostos y recogido luego por Pedro Henríquez Ureña… García Márquez llegó a México cuando esta obra tenía ya varias ediciones. Lo que me resulta coincidente es el tema de la soledad en ambos escritores. Pienso que Márquez fue lector de Paz, esta visión de la soledad de América latina entronca con el gran poeta mexicano.
En el libro de Paz, aparece al final un ensayo que muy bien podemos usar como un texto fuente de la obra del colombiano. En la parte titulada “Dialéctica de la soledad”, el tema no es exclusivamente mexicano, sino universal. Es un ensayo que deconstruye la modernidad desde el espacio de la posguerra. Se alza en una reflexión existencial del hombre como ser en la soledad desde su nacimiento. El biologismo conecta con la filosofía oriental, tan estimada por Paz y traída la filosofía moderna alemana por Arthur Schopenhauer. En ella se puede ver el ser desde una postura ensencialista y luego dejarlo llegar a lo social.
La dialéctica de la soledad debe desembocar entonces en el mito. El mito es origen y fin de lo humano. Esa visión arropó a muchos antropólogos, filósofos y pensadores de la posguerra, como Ernest Cassirer, como Paul Ricoeur, Mircea Eliade y otros, como el pesimista, Emile Cioran. La lingüística y la antropología se habían unido en la descripción del hombre con la antropología estructural de Lévy-Strauss y la historia de las mentalidades competía con la historia económica y social de los Annales.
El espacio intelectual europeo tendía un horizonte para pensar la posguerra. El sentido de la modernidad había desembocado en una guerra espantosa, que Octavio Paz trabaja desde la razón y lo irracional en “Piedra o Sol”, ese emblemático poema donde la Europa destruida es poetizada desde la isla de Capri.
En otras palabras, el discurso de Las luces, si no había llegado a su fin (Habermas), había entrado en una crisis determinante. Ya nada podía pensarse como cosa cierta. Los intelectuales que forjaron la Ilustración se habían venido abajo y en el mundo intelectual reinarían aquellos a quienes llamó Ricoeur entonces, los maestros de la sospecha (Marx, Freud y Nietzsche). Dentro de esa desconfianza del mundo de la razón es que hay que ubicar el texto de Paz, que viene a servir como hipotexto de la obra del colombiano García Márquez.
El laberinto aparece, por lo menos, una vez en “Cien años de soledad”. Se trata de una metáfora terrible: un laberinto de sangre que remite a la violencia latinoamericana. Pero la obra podría ser leída como la metáfora de la imposibilidad de realizar el amor, de encontrar el paraíso perdido, en la medida en que un determinante como el incesto, cual mancha, crea un factum, un destino que marcará a Macondo como a los Aureliano. En el mundo occidental, las catástrofes de la Segunda Guerra Mundial se ven como una lucha inútil por el primado de la racionalidad frente al irracionalismo representado en la vuelta simbólica. El primero es una instrumentalidad forjada por los espejismos de la mente contra la irracionalidad del mito como origen y destino.
La imposibilidad del amor, como problema y la búsqueda del mito y como finalidad, se echan de ver en el texto garciamarquiano. Toda la lucha inútil desemboca en dos momentos de felicidad cuando los Buendía logran el amor y se despojan del discurso delhado que, co ntanto celo, mantiene por casi una centuria la matriarca Úrsula Iguarán. Es un determinismo que no permite que prospere el amor. La relación entre el amor como irracionalidad y el racionalismo dado en la ética, como moral o costumbre, lo trabajó Ortega y Gasset en “El tema de nuestro tiempo”, al referirse a Don Juan y a Sócrates. De ahí podemos colegir que en la obra de García Márquez entroncan dos metáforas: el amor como búsqueda del origen armonioso del mito y la razón como un condicionante del accionar humano.
El derrumbe de la modernidad con los crematorios judíos ponían entonces en la picota al ser del hombre como ratio, como modificación de la naturaleza a favor del programa modernizante, a la vez que matizaba la pérdida de la razón como un “malestar en la cultura” (Freud). La modernidad filosófica que inauguró Descartes con “El discurso del método” estaba en cuestionamiento. La obra de García Márquez llevaba entonces un título en que la soledad humana se vivía como pavor de una familia, pero frente al horror como historia que acababa de vivir la humanidad. La idea de una historia horrorosa está ya expuesta por Mircea Eliade al analizar el mito del eterno retorno.
Este horizonte nos lleva a pensar en el joven Nietzsche de “El origen de la tragedia”. La razón había sido entonces la tragedia de la humanidad, como el miedo al incesto la tragedia de los Buendía. Al final de su ensayo, dice Octavio Paz que el hombre contemporáneo ha racionalizado los mitos. Como los Buendía el incesto, creando un factum, como en el fascismo que se fundamentó en la pureza racial. Ambos perdieron el retorno a un espacio de promisión sin tiempo y sin Historia. Entonces lo que quedó fue la violencia concentrada del mundo instrumental. La pérdida del relato original solo se manifestará como nostalgia (la felicidad del niño al conocer el hielo; o su asombro o los pasos de Santa Sofía de la Piedad en el salón de clase, para el Coronel).
Entonces, la destrucción en la Historia es la desintegración del espacio sagrado del mito; la meta sería encontrar el tiempo perdido. De ahí que la lectura de “Cien años de soledad”, dentro de un horizonte de dialéctica de la soledad, presentado por Paz, nos plantee que, al final, habremos llegado a culminar la Historia como razón, a favor de la vida como mito, como encuentro con un pasado perdido, de un tiempo repetitivo, y contra la odisea humana, como los Buendía perdidos en la selva, buscando una salida al mar, con la finalidad de encontrarse con los otros. Pero, en su caso, el rumbo se perdió: tropezaron de nuevo con la modernidad como razón. La industria bananera les dejará un tren de muertos: un laberinto de sangre. Ni la modernidad política que buscaba el Coronel, ni las pretensiones modernizantes de Arcadio Triste, les salvarían. El final de “Cien años de soledad” es el fin de la Historia como razón y la continuidad del tiempo del mito.

La infancia es la clave en la obra de García Márquez, dice su biógrafo.

Dasso Saldívar investigó durante 20 años la vida de García Márquez (1927-2014) antes de escribir "El Viaje a la Semilla", considerada la biografía más completa de 'Gabo'.


Lima.- Las historias de infancia que Gabriel García Márquez escuchaba en casa de sus abuelos en Aracataca son el germen de la obra fantástica del autor de Cien Años de Soledad, dijo en una entrevista con la AFP su biógrafo, el escritor colombiano Dasso Saldívar.

Saldívar investigó durante 20 años la vida de García Márquez (1927-2014) antes de escribir "El Viaje a la Semilla", considerada la biografía más completa de 'Gabo'.

"A los 10 años de edad predominan las experiencias que vivió en casa de los abuelos, con las tías que lo cuidaban y las numerosas visitas que llegaban y contaban historias del pueblo de Aracataca, de las guerras interminables y hereditarias", dijo el biógrafo.

Esas historias reales con personajes increíbles en los años de la explotación bananera, o de la matanza de los obreros en 1928, crearon un mundo fantástico que luego el escritor volcó en sus novelas y con mayor fuerza en Cien años de Soledad. 

En esos años de infancia de García Márquez está la clave de su obra, afirma Saldívar, nacido en Antioquia, en 1951, y que llegó esta semana a Lima para participar de la Feria del Libro, que este año homenajea al Premio Nobel colombiano fallecido en abril último.

Saldívar asegura que cuando leyó por primera vez Cien Años de Soledad en 1970, siendo estudiante, quedó impresionado y desde entonces "devoró" toda la obra del escritor.

Un admirador de Gabo

Comenzó recogiendo información en 1972, no con la idea de hacer la biografía, sino por admiración y para escribir artículos sobre esos hechos.

"Cuando empecé a leer, no entendía el orden de sus libros de donde venía Macondo, cuél era el modelo de pueblo que aparece en sus obras, quería saber la relación, la causa genética de los libros de García Márquez con sus vida y su familia. Entonces nadie lo había contado, nadie lo sabía", sostiene.

Tras el premio Nobel a García Márquez en 1982, Saldívar se da cuenta de que todos hablaban de las obras de García Márquez, pero nadie conocía su vida, ni de dónde provenía ese mundo mágico que describía en sus trabajos.

En ese momento decide hacer una biografía del más grande escritor colombiano e intensifica las investigaciones. Tras 18 años de trabajo, en marzo de 1989 recién se encuentra con el escritor en su casa. "Conversé con él y me ayudó mucho en entender la aldea que llama Macondo".

El escritor usa su ciudad natal de Aracataca, como una referencia geográfica para crear esa ciudad imaginaria, convertida ya en una referencia literaria global del mundo caótico y fantástico.

Viaje con su madre

Saldívar comienza la biografía con el viaje que realiza García Márquez con su madre a Aracataca en marzo de 1952 para vender la casa de los abuelos, donde había nacido.

"Fue en ese viaje donde el novelista descubre el nombre de Macondo. Aunque lo había visto varias veces en su niñez (en carteles de una finca bananera), solo en ese viaje tuvo conciencia de que así debería llamarse el pueblo de la novela que hacía años le daba vueltas en la cabeza", dijo.

La relación entre la vida y la obra de Gabo es "un fantástico laberinto al cual yo quería entrar para ir descubriendo un mundo", cuenta Saldívar.

"El proceso de la escritura en El Viaje a la Semilla comienza en 1992 y culmina en 1997, trabajando de siete a ocho horas diarias, incluyendo sábados, domingos y feriados", explica.

Cuando terminó la biografía tenía más de mil páginas, por lo que tuvo que reducirla centrándose en hechos trascendentales. Ahora el libro tiene unas 600 páginas y una serie de fotos de los familiares de Gabo.

El Viaje a la Semilla es considerada como la biografía más completa de uno de los más grandes novelistas latinoamericanos. El libro lleva siete ediciones y ha sido traducido a 13 idiomas.

El escritor publicará próximamente una novela en España (Los Soles de Amalfi) y luego se embarcará en la historia de los últimos años de Manuela Sáenz, la amante de libertador venezolano Simón Bolivar, en el puerto peruano de Paita (norte).

Además, comentó que proyecta biografías sobre el mexicano Juan Rulfo, el paraguayo Augusto Roa Bastos y el colombiano Álvaro Mutis.

Víctor Carreño ganó el Primer Concurso Fundavag de Novela.

La obra Cuaderno de Manhattan, en la que Víctor Carreño siente "la extranjería como elemento determinante", resultó la escogida del Primer Concurso de Novela que la Fundación Rosa y Giuseppe Vagnoni, a través de Fundavag Ediciones.




Caracas.- Por unanimidad, la obra Cuaderno de Manhattan, en la que Víctor Carreño siente "la extranjería como elemento determinante", resultó la escogida del Primer Concurso de Novela que la Fundación Rosa y Giuseppe Vagnoni, a través de Fundavag Ediciones, lanzó el 1 de febrero y que otorga un premio de 15 mil bolívares, además de su publicación.

"Una novela biográfica ficcionalizada, de formación", dice el escritor sobre su trabajo de casi 16 años, desde 1998, cuando Carreño llegó a Nueva York y comenzó a escribirla, lejos de Venezuela. Ese primer borrador, con el que se adentró en las soledades para reencontrarse consigo mismo, a su regreso en 2004, y convaleciente de una operación, lo retomó y se entregó a culminar el proyecto. Tras dos revisiones sucesivas nació otro primer capítulo, además de eliminar otro "del medio del libro que transcurría en París".

Asegura que en Cuaderno de Manhattan el elemento determinante es la extranjería. "Ha significado una prueba de vida, como ahorita que empecé de nuevo, de regreso a Maracaibo". Por teléfono dijo que además de la noticia de ser el ganador, fue la de ese jurado que "me satisface mucho, porque es tan completo: todos escritores y críticos de primera; además, saber que hubo 34 manuscritos y muchos de calidad".

Los escritores y docentes Carlos Sandoval, Victoria De Stefano y Antonio López Ortega, jurado del concurso, emitieron su veredicto ayer y hablaron de esta experiencia estimulante y tan vital en este momento, de recuperar y mantener en Venezuela los sistemas de reconocimiento.

Víctor Carreño (1968), estudió Letras en la  Universidad Central de Venezuela (UCV) y postgrado en Letras Hispánicas en la Universidad de Columbia, Nueva York, becado por Venezuela, y luego por la misma Universidad para hacer su doctorado. De regreso ganó en 2006 el Concurso de autores inéditos de Monte Ávila Editores, mención Ensayo (La voz del resentimiento: lenguaje y violencia en Miguel de Unamuno); y luego publicó el libro de traducciones Poetas románticos ingleses, en 2009 (Universidad Metropolitana).

Algunos de sus minicuentos han aparecido en blogs literarios y en el suplemento cultural Literales de Tal Cual, además de publicar reseñas y artículos académicos en Venezuela y Estados Unidos sobre literatura y cine.

El jurado

"Estas premiaciones vienen a ser una especie de sistema crítico", señaló Antonio López Ortega, "le encuentro un valor enorme en la actualidad a este premio porque las reseñas, los suplementos literarios, desaparecen, entonces aquí hay también una profunda responsabilidad. Es una lucha contra la corriente y la corriente es que desaparezca todo esquema de reconocimiento y de juicio a favor de la creación".

"Las instituciones privadas que antes auspiciaban más actividades literarias no pueden hacerlo por la inflación, por la situación política, aunque algunas persistan", precisa Carlos Sandoval.

Por la mejor literatura

El Primer Concurso Fundavag de Novela, auspiciado por la Fundación Rosa y Giuseppe Vagnoni, superó sus expectativas al recabar 34 manuscritos cuyos temas y escrituras recorrieron un amplísimo registro, provenientes de los estados Zulia, Lara, Apure, Carabobo, Monagas, Bolívar, Aragua, Sucre, Mérida, Falcón, Portuguesa y, también de Caracas, entre otros.

Los representantes de Fundavag Ediciones reiteraron que en su calidad de editorial independiente proseguirán en su objetivo de contribuir a la difusión de la mejor literatura venezolana, a lo que Joaquín Marta Sosa añadió: "Nos encanta tener ya una novela de esas características en Fundavag", brazo editorial de la Fundación Rosa y Giuseppe Vagnoni.

En el encuentro, Federico Prieto, también directivo de la Editorial, expresó su satisfacción y agradecimiento con el jurado e informó que anunciarán pronto la fecha del acto donde se efectuará la premiación formal de Cuaderno de Manhattan, y recordó que este es el segundo concurso literario de la institución, luego de que el año pasado resultara ganador Eduardo Burger, del Primer Concurso Fundavag de literatura para niños, con su libro Trompájaro.

La deliberación resultó rica en elementos de análisis, valoraciones diversas y discusión de méritos de las obras concurrentes que llevó al jurado a fijar una lista de obras finalistas, decantándose a favor de esta historia, sobre la cual Victoria De Stefano dijo que envuelve ese dilema tan poderoso y recurrente de repensarnos ante el desarraigo y la lejanía de Venezuela.

"Solo en dos años, Fundavag ha editado once obras muy cuidadas en contenido y forma, para integrarlas al patrimonio cultural y literario del país", expresó Joaquín Marta Sosa, "y este nuevo impulso abre posibilidades a los escritores venezolanos y de la región, cuyo talento y temática tienen amplia acogida entre los lectores de nuestra lengua."

El veredicto

El veredicto de este premio, establece que  ".... el jurado designado para fallar la primera edición del Concurso Fundavag de novela, después de examinar con rigor las 34 novelas participantes ha decidido por unanimidad otorgar el premio al original titulado Cuaderno de Manhattan. Presentado bajo el pseudónimo Christian Llul, y abierta la plica, su autor resultó ser Víctor Carreño.

El premio fue adjudicado en virtud del excelente manejo de una historia sustentada en la experiencia del desarraigo, en una prosa cuidada y de mucha sensibilidad".



Julia Álvarez: La literatura ejercita la imaginación y el corazón.

La escritora recibió esta semana de manos del presidente Barack Obama la medalla de las Artes.



Habla español pero se siente más cómoda hablando en inglés "especialmente cuando hablo de cosas profesionales", dice en una entrevista con Efe, pero su acento en castellano no ha perdido un ápice de la dulzura dominicana.

"Me hubiese gustado ser completamente bilingüe pero llegue a este país en una época en la que se castigaba si uno hablaba español en la escuela, así que yo me desprendí del español que no sea en casa", un español que le devuelve a su niñez.

Nacida en Nueva York de padres dominicanos, su familia regresó a la República Dominicana cuando tenía tres meses y se instalaron de vuelta en Estados Unidos para quedarse en 1960 huyendo de la dictadura de Rafael Trujillo.

"Cuando tienes 10 (años), no te dan ninguna explicación; 'mami' y 'papi' dijeron que debíamos hablar en inglés e incluso en el parque infantil con mis hermanas teníamos que hablar en inglés". Cuenta que sus padres les decían: "hay que portarse bien o nos van a botar".

La entrevista coincide con un momento en el que la inmigración es un tema de interés nacional ante la llegada de miles de menores centroamericanos que se arriesgan a viajar solos a Estados Unidos huyendo de la violencia y la pobreza de países como Honduras, Guatemala y El Salvador. Son ya 57.000 en lo que va de año.

"Lo que está pasando ahora es trágico, trágico", lamenta la escritora, que señala que el viaje de estos niños es un grito de desesperación.

"¿Qué padre quiere enviar a su hijo al peligro, a un mundo en el que no van a estar con ellos?". "Nadie hace eso, si no está desesperado; es una oportunidad de que al menos se salve uno y quizá pueda salvar a los otros", argumenta.

Álvarez asegura que Estados Unidos siempre ha sido un país de inmigrantes, "pero una vez un profesor me dijo que el último grupo de inmigrantes en la puerta quiere cerrarla para el próximo grupo que viene".

Ella misma ha hecho de traductora en el pasado con algunos inmigrantes mexicanos que llegaron sin saber inglés hasta Vermont, donde reside, y con los que todavía, de vez en cuanto, mantiene contacto.

La autora de "How the García Girls Lost Their Accents" confiesa que, cuando leyó el libro de Maxime Hong Kingston The Woman Warrior (1975), que narra la historia de una inmigrante china, pese a las diferencias, le hizo sentirse identificada.

"Leer su libro sobre una chino-americana cuando empezaba a ser escritora fue cuando me di cuenta de que podía hacerse, que podría haber una literatura estadounidense que no fuera como los estadounidenses tradicionales, aunque, cuando piensas en el estadounidense tradicional, ha sido siempre inmigrante", señala.

Lo que no sabía entonces es que años más tarde se sentaría con Kingston -nacida 1940 en Stockton (California) y cuyos padres regentaban una lavandería- en el salón Este de la Casa Blanca para recibir la medalla de las Artes.

La escritora asegura que la literatura acerca a las personas y ayuda a entender las diferencias entre culturas.

"Puedes leer un libro sobre un príncipe danés escrito por Shakespeare, un hombre inglés, y entender cómo se siente el príncipe, a través de la lectura y la imaginación", dice.

"Esa es la magia, que la literatura te puede llevar a ser otra persona; no solo te ayuda a ejercitar tu imaginación y los músculos de tu corazón", afirma Álvarez.

Muchos de sus lectores se reconocen en sus relatos, ése es su mayor premio, asegura, sobre todo si viene de jóvenes latinos.

Álvarez recuerda la influencia que tuvieron en ella las escritoras chicanas en los 70, el movimiento de mujeres escritoras y autores que abanderaron la lucha por los derechos civiles como Alice Walker, autora de "The Color Purple".

Fue una época de reivindicación y recuerda que en Estados Unidos la literatura latinoamericana -García Márquez, Neruda, Vallejo - entró en las estanterías de las librerías ejerciendo a su vez su influencia en autores nacionales.

"Fue un renacimiento, no sólo un movimiento chicano", asegura la escritora, que recordó a otras artistas icono de esa época como la cantante Linda Ronstadt, de origen mexicano, que también recibió la medalla de las Artes en esta edición.

Cuando recibió el premio en la Casa Blanca, Álvarez subió al estrado sola, pero "había una multitud conmigo". "Cuando llegas a mi edad te das cuenta de que nadie llega a ser quien es sin la inversión de mucha gente, muchas manos invisibles".

En su memoria y en su corazón están todas esas personas, desde "la tía que me cosía el vestido, la profesora que se quedaba tarde para enseñarme inglés, mi madre que me mecanografiaba los trabajos... Toda esa gente hace que seas quien eres".

Obama le dijo en persona que sus palabras le habían inspirado. "No sé si será verdad pero dejo que (sus palabras) rieguen mi corazón".