martes, 20 de julio de 2010

UN NUEVO LIBRO DE POESIA INFANTIL DEL POETA Y ABOGADO JULIO ADAMES

MONEDAS AL AIRE O LA IGNICIÓN DE LA SUBJETIVIDAD
Por Pedro Ovalles
Generalmente vemos como la literatura infantil de nuestro país –que es la que más conozco– es un discurso hecho para dejar al niño o la niña más desmotivado, más desinteresado, mucho más indiferente que antes de leer.
A diario se ven en las librerías textos infantiles que parecen que están elaborados no para chiquillos normales, sino para tarados mentales. Y lo más lamentable de la problemática aquí presentada, es que gran parte de esos enunciados didácticos, cuentos o poemas, fábulas o dramas, son celebrados en concursos y hasta refrendados por el Ministerio de Educación. Caen dentro de lo que se llama Literatura Leigh. Ese tipo de literatura no presenta problematización en el lenguaje. Aquí en nuestro país es el joven poeta y ensayista de la generación de los 80: Plinio Chaín, quien más ha abordado el tema, por cierto con mucho más acidez que quien os escribe.
Leamos lo que dice sobre lo anterior Mario Vargas Llosa en su famoso ensayo que aparece fácilmente en muchos sitios de la Internet: La civilización del espectáculo. Leamos: “…extraño que la literatura más representativa de nuestra época sea la literatura leight, es decir, leve, ligera, fácil, una literatura que sin el menor rubor se propone ante todo y sobre todo (y casi exclusivamente) divertir. Atención, no condeno ni mucho menos a los autores de esa literatura entretenida pues hay, entre ellos, pese a la levedad de sus textos, verdaderos talentos… La literatura leight, como el cine leight y el arte leight, da la impresión cómoda al lector, y al espectador, de ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a la vanguardia, con el mínimo esfuerzo intelectual. De este modo, esa cultura que se pretende avanzada y rupturista, en verdad propaga el conformismo a través de sus manifestaciones peores: la complacencia y la autosatisfacción”.
Eso es lúgubre, porque creo que todo texto de lectura infantil, por ser tal, no debe de sustraerse de simbología; no debe ser un despojo verbal, como si fuera un requisito hurtarlo de las garras del lenguaje y convertirlo en un constructo didáctico para sujetos sin imaginación, sin intuición, sin individualidad, sin la capacidad de asombro.
La mayoría de esos textos de infantes escolares carecen de los recursos estilísticos necesarios e imprescindibles para despertar la curiosidad expresiva del niño, ese innato espanto epistemológico que tenemos los seres humanos, no importa la edad, para plantearnos búsquedas conceptuales, sensoriales y afectivas ante una formación lingüística y ser uno mismo: pensar, reflexionar, sentir y disentir, sufrir y gozar.
Los niños por ser tales no se sustraen de esa condición que todos tenemos de intuir, imaginar y crear. Éstos sienten también el chispazo interior cuando están leyendo un texto, un poema, un cuento, o una fábula, si está estructurado pedagógicamente con creatividad, con imaginación, con novedad didáctica en el uso de los distintos recursos de la lengua y de la plástica, porque de igual forma las ilustraciones evidentemente tienen cierta carga alegórica.
Aunque un texto infantil se diferencie de otro, precisamente en el lenguaje usado, justamente por razón de edad, pues por ello el autor no está obligado a convertir el lenguaje empleado un desierto, un árido trayecto expresivo que en vez de despertar los sentidos del infante, lo que haga sea aburrirlo, desmotivarlo, incitarle al tedio. Todo lo contrario tiene que ser: el texto debe permitir al niño saciar su peculiar curiosidad imaginativa, su porosa facultad de asombrarse y hacer posible el vuelo de sus espejismos.
No es posible que el texto estimule la imaginación cuando la lectura que está haciendo el niño presenta una configuración lingüística despojada de la magia del lenguaje. Muchos de esos autores de literatura infantil en el fondo no son creadores, artistas de verdad, orfebres de la palabra, no son transfiguradores del lenguaje: son seudoartistas. Lo primero que debe ser, hablando con propiedad, todo escritor de literatura infantil, es un verdadero cultor o artista de la lengua.
Muchos de ellos, lo que realmente son negociantes de la expresión. No cuentistas, no poetas, sino traficantes del lenguaje, aunque hay excepciones muy dignas y bien celebradas dentro de esa camada de hacedores de literatura infantil refrendada por el Ministerio de Educación.
Para decir que todo no está perdido, aquí tengo en mis manos como prueba un texto de poesías infantiles de sorprendente estructuración poética dentro del género que le corresponde. Este texto cumple todos los requisitos que debe tener una lectura para escolares, pero a la vez es un discurso que tiene garras en el lenguaje, que pone al niño en la senda del asombro poético, lo hace que sienta la revelación primigenia del lenguaje, el humo connotativo de las imágenes y símbolos; lo pone a intuir, a soñar, sentir y disentir, porque el lenguaje que usó el autor no está despellejado de la miel de la lengua, del cerco subjetivo que la palabra nos tiende cuando artísticamente bien combinada con otras la empleamos, en una sintaxis adecuada para infantes, al mismo tiempo con una elaboración lingüística que pedagógicamente atrapa la individualidad del niño y le enciende el pensamiento, hace surgir el placer del texto, la ensoñación; en fin, es una huida lúdica hacia sus fantasías donde el infante huele, olfatea, contempla, viaja, degusta, se aísla de su contexto para así ingresar más hondamente a su entorno.
Por eso Monedas al aire es un conjunto diferente de poemas infantiles, novedoso, donde todos los textos están escritos con criterios netamente didácticos, por lo que se percibe fácilmente que quien creó esos textos es un artista de la palabra, un verdadero creador.
Exactamente, ese es el reto que tiene que enfrentar el productor de textos de lectura infantil: elaborar, dentro de los parámetros de la pedagogía actual, sin salirse de los presupuestos didácticos, textos que respondan a la edad de los niños para los cuales se escribe, pero a la vez que sean lecturas que despierten la curiosidad simbólica, que sean lecciones con símbolos e imágenes en el lenguaje articulado, construcciones lingüísticas, que aunque estén hechas en base a ciertas estrategias pedagógicas, contengan juegos sintácticos, estrategias conceptuales, contextualizaciones rítmicas capaces de subyugar el pensamiento del infante que comienza a interesarse por la magia de los distintos recursos de estilo, que elaborados con novedad, induzcan al misterio lectural, provocando la imaginación y a la vez sumergiendo al pequeño en una búsqueda de percepciones sensitivas y sensoriales, que lo devuelvan a lo originario del lenguaje para así penetrar la naturaleza de los fenómenos, y esa no menos extraña naturaleza interior del sujeto lector.
Esas virtualidades enunciadas, esos efectos conceptuales y sensoriales, que ya se han mencionados que debe suscitar una obra de textos poéticos escolares, podemos encontrarlos sin dificultad alguna en el texto de poesías infantiles que hoy ponemos a circular.
En cada poesía de Monedas al aire, Julio Adames asume el lenguaje desde una perspectiva doble: por un lado el artista con pericia en el manejo del instrumento de comunicación, fundando sortilegios y extrañeza; por el otro costado del asunto, tenemos al educador consciente del trabajo que debe realizar en el lenguaje desde la vertiente didáctica, en la cual tiene que manejar la destreza necesaria, cuestión que no descuide el artista que evidentemente es, para que el conjunto de poemas sea un instrumento de desafío para la subjetividad, un escape lúdico a un ocio de placenteras cognoscitividades, un salirse de la realidad fáctica para de una vez acceder a otra dimensión de conocimientos.
Tan sólo algunos ejemplos tomados al azar bastan para ejemplificar lo antes expresado. Leamos: “Hay un pez soñando al final de la línea donde la luz resbala” (El relámpago, pág. 17). “…el sol se come una hoja de papel en la calle… El sol tiene hambre” (El sol, pág. 18). “He recorrido la silueta de la tarde en un vaso” (Transparencia, pág. 21). “Tomo un poco de luz en mis manos” (La luz es magia, pág. 23). “…Un pájaro tocará mi corazón/y una leve llovizna mojará/mis cabellos. /Entonces tendré/plumas como el alba”. /Y dos alas seguras/para el vuelo” (La espera, pág. 25). “La punta del trompo dibuja el universo” (El mundo gira, pág. 33). “Los niños descubren un lenguaje/que no se aprende” (El mundo gira, pág.33).
Me permito transcribir un poema titulado: Una miga de pan, pág. 38. Tiene un lenguaje llano, sumamente descifrable pero con una gran carga alegórica. Da la impresión que es un cuentipoema, aunque a veces parece una fábula, donde el niño siente el chispazo poético y el horizonte incandescente del narrar, del poetizar o del fabular. Es una joya en la modalidad de la literatura infantil actual. Leamos: “Quito las arrugas/del mantel/y veo la miga de pan que cae/al borde de la mesa/.Me inclino/la tomo entre mis dedos/y la observo en silencio…/! Ah, de repente me siento más simple/que una miga de pan!”.
Podemos tomar a Monedas al aire y leer todas las poesías que contiene, y quedaremos sorprendidos de los aciertos que posee o adornan dicho texto para ser indudablemente lectura idónea para infantes, a la vez servir de modelo para otros que quieran incursionar en el cultivo de poesía infantil.
Concluyo exhortando a todos los directivos, maestros y maestras de centros educativos privados y públicos, que hagan lo posible que sus discípulos infantes tengan la oportunidad de dejar provocar su pensamiento leyendo a Monedas al aire, ya que así, después de degustar cada poesía, serán otros sujetos; su subjetividad se irá a encender y volarán muy alto a través de la intuición, la imaginación y la reflexión; se trasformarán en críticos, inventivos y participativos.
Moca, 30 de junio de 2010

UN NUEVO TEXTO NARRATIVO DEL PROFESOR ALBERTO ALMANZAR

CUANDO LOS ÁNGELES LLORAN O LA ALEGORÍA DE NUESTRA ORIGINARIA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA.
Por Pedro Ovalles
Todo texto narrativo debe poseer ciertas garras en el lenguaje capaces de subyugar al lector. Debe, además, conmocionar la subjetividad y producir temblor reflexivo. Lograr atrapar la intención del lector por parte del escritor, pues supone poseer cierta pericia en la estructuración lingüística, en la configuración temática y en la entronización de elementos narrativos novedosos cuyo soporte es el lenguaje.
Cuando un texto narrativo envuelve al lector en una neblina de encantamiento y lo sumerge en un abismo de apetecidad lectural, es porque la atmósfera del relato presenta una sublimidad expositiva que hace fascinante tener el texto en mano y degustarlo en cada línea, en cada detalle, en cada rasgo psicológico, en cada descripción física, en cada característica del ambiente, en cada situación expresa o implícita de la trama, momento antes y después del clímax del nudo narrativo; en fin, en todas las fisonomías culturales que permean las diferentes actitudes de los personajes creados por el narrador. Es así que el lector va conformando un universo de situaciones de raigambre humana que hace posible el placer del texto.
Todas esas condiciones, y otras más, producen invención en el lenguaje empleado, por lo que surge una búsqueda afanosa del lector en el mismo instante que queda preso en la vorágine deleitable de la ficción. Y toda esa exploración es motivada por encontrar dilucidación a suscitaciones epistemológicas que proyecta el discurso producto de la carga connotativa que se ha tejido a medida que todos los componentes del texto se fusionan para dar a luz un cosmos poseedor de infinitas posibilidades de sentir y disentir, de reír y llorar, de sufrir y gozar.
Es decir, el texto narrativo que trasciende es aquel que transfigura no tan sólo la lengua en la urdimbre expositiva, sino, además, al lector mismo, en la medida que lo convierte en otro sujeto; lo saca de la dura realidad que lo envuelve para que acceda entonces a otras dimensiones de cognoscitividad, a otras esferas de reflexividad, a otros horizontes de libertad hermenéutica, a otros abismos de ardor conceptual.
Es por ello, se reitera, que de ese trance surge otro ser humano, un nuevo sujeto que se ha posesionado de una creación insólita, única e irrepetible para él –y para cualquiera otro leedor también– en cada lectura y en cada época. Por consiguiente, es un texto que presenta cierta primicia que lo acredita para que siempre siga siendo nuevo, parafraseando al poeta y pensador norteamericano Ezra Pound.
He formulado lo anterior para decir lo siguiente en torno al texto narrativo Cuando los ángeles lloran del profesor Alberto Almánzar. Comencé a leerlo y no pude soltarlo hasta que llegué a su fin. Me hechizó. Indudablemente, el hilo narrativo envuelve ciertamente al lector, y lo digo porque la trama me atrapó: su ambiente mágico–fantástico me hizo recordar que soy hispanoamericano, formado e inmerso en unos aspectos culturales donde la realidad que nos circunda día tras día se vuelve más irrealidad que la propia fantasía que a veces nos ideamos producto de las rasgaduras que sufren nuestras vivencias en un medio saturado de eventos extraños; éstos provocan que nos transformemos en seres extraterrenos.
La novela que se comenta tiene esa virtud de avivar esa metamorfosis. De ahí que nuestros sueños y esperanzas, ilusiones y alucinaciones, penurias y alegrías se tornan de pronto fenómenos que tienen características fuera de lo racional.
Fuera a parte de electrizar en el sentido antes enunciado, Cuando los ángeles lloran posee un imán que atrae no tan sólo por estar su trama basada en las creencias originarias del hispanoamericano, sino por lo que cuenta, por su conexión narrativa, por la cuota de romanticismo que nos hace vivir y a la vez nos hace rememorar novelas emblemáticas de la literatura hispanoamericana: María de Jorge Isaacs; Aura de Carlos Fuentes; Pedro Páramo de Juan Rulfo; Amalia de José Mármol; Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, entre otras más.
Hay todo un drama relatado con desgarrador humanismo y con una intensidad amorosa que nos deja perplejos, exhaustos, delirantes, enternecidos, poseídos de una febril pasión. En toda la ficción hay desgarro existencial, desnudez espiritual, candor sentimental, apego a creencias que siempre han sido rasgos distintivos de la identidad cultural y religiosa de estos pueblos latinoamericanos, razón de vida, norte existencial de sujetos poseedores de un conjunto de valores hoy en día ya reemplazados por otros que chocan directamente con los de Soledad, el buen señor Ben, la compasiva sirvienta Teresa y el no menos prototipo cristiano, el joven Simón.
He ahí cuatro tipos ejemplares, paradigmas de nuestra cultura más clásica. Poseen una formación religiosa donde toda su vida gira alrededor de fundamentos antiquísimos, que generaciones tras generaciones han moldeado nuestro talante. Son sujetos de valores, incapaces de hacerles daños a otro semejante, por lo que se vuelven un tanto dependientes de sus consejeros clericales; actúan basados en normas estrictas, reglas religiosas que les ponen límite a su conducta, por lo que se convierten en ciudadanos fáciles de manejar y carecen de decisiones propias; su vida es una monotonía para otros, mientras que para ellos es totalmente normal y necesario; es alargar más la vida a través de la expiación, la oración permanente, la obligada consulta con el cura, el apego a la familia, el respeto a los padres, todo un cuadro de ciega obediencia a los mayores y a la memoria de sus seres queridos vivos y muertos.
Plantea, asimismo, la oposición de dos patrones de creencias de forma de vida diametralmente opuestos: el ser humano de estos tiempos que exhibe una libertad desbocada, despojado de religiosidad, ateo confeso, violento, arbitrario, inhumano, irrespetuoso, agresivo, desarraigado de su hogar y familia, todo ello en franca oposición al estilo de vida que suponen las creencias y actitudes de los cuatro personajes ya mencionados y que son los principales de la novela comentada del profesor Almánzar.
Se entiende esa dicotomía de rasgos culturales como una crítica a la actual turbulencia conductual de las familias de esta época falta de verdaderos valores humanos, por lo que transmite una hermosa moraleja a los lectores. Para poder el autor lograr tal propósito, tuvo que construir un ambiente semirural, ni cerca pero ni lejos de la ciudad. A veces creemos que los interlocutores están en las periferias urbanas, otras veces percibimos que son oriundos de un campo tipo Distrito Municipal, o que reaparece aquí la mítica Macondo con su entorno arropado de extraños fenómenos, de singulares sujetos, de una realidad más maravillosa que los sueños mismos, de un tiempo cíclico de mágicos lugares, de increíbles aventaras, de absurdas convicciones, de seres humanos constantemente alucinados, transformados en fantasmas.
El autor tuvo que hacerlo así para poder elaborar la trama de la narración, ya que ubicando el escenario de acción en el centro de la ciudad, pues hubiese tenido que modificar el carácter y toda la naturaleza de los personajes, creencias y costumbres, valores y actitudes. Es por ello que el novelista supo hacerlo: tanto en la formación de los personajes como en las características del ambiente donde se despliega el relato, existe una homogeneidad de cualidades: el pensamiento de los protagonistas coincide con los detalles del lugar donde se desarrollan las acciones, discusiones, encuentros, convivencias, familias, creencias, paraje de Cuando los ángeles lloran; es la forma más idónea de desnudarse cada sujeto de la narración ante el choque que surge al quedar indefenso cuando la cruda realidad le pone vallas a su franqueza espiritual, a su voto de castidad.
Lloran, porque es la única forma que tienen los limpios de alma y de pensamiento cuando sus creencias se interponen ante el logro de sus deseos o anhelos, cuando su mundo de sueños se estrella contra los diques de una realidad desfigurada, o mejor dicho transfigurada en fantástica por lo insólito de sus creencias inamovibles, añejas y absurdas, cuya dureza convierte el pensamiento en una coraza que no admite cambios algunos, por eso los personajes de la novela comentada viven un círculo vicioso: los hijos apegados a las faldas y ruedos de sus padres, de la iglesia al hogar, de éste a su trabajo.
Todo un vivir monótono, congelado en un círculo vivencial que poco a poco lo va despojando de su subjetividad, de su individualidad, para luego edificarle otra personalidad totalmente erosionada por caracteres culturales que empollan cábalas, tabúes, mitos, supersticiones, todo un pensamiento de no lucidez lógica, nada científico, alejado de toda proyección tecnológica; es como girar sobre los mismos ejes de una rueda, cuyo movimiento supone, aunque resulte contradictorio, una estaticidad, una eternidad agridulce, una gloria pero a la vez un infierno, un paraíso prometido sin más indicios que las descabelladas inhibiciones que poco a poco van convirtiendo al ser humano en extraterreno.

Moca, 21 de junio de 2010