Por
José Rafael Lantigua (Nació en Moca el 17
de septiem-bre de 1949). Periodista, poeta, es-critor, publicista y crítico
literario.)
Diríamos
que la forma más práctica y funcional es la siguiente: se ponen en cajas los
libros sobrantes de las semanas de especiales previas al cierre; se apagan las
luces; se cierra todo "a jacha y machete" y se coloca junto al
sentimental rótulo con la leyenda "clausurado", otro más con la
divisa que informa la entrada del local al mercado inmobiliario.
Pero no.
Así no se debe cerrar una librería, porque las librerías no deberían ser nunca
clausuradas, o por lo menos algún mecanismo debiera existir para que los libros
no dejen de verse y los libreros no pasen a ser una especie en extinción
paulatina, pero segura.
Así
pensamos los que amamos los libros. Pero, hay razones, explicaciones y motivos
para que una librería cierre, realidad grosera y agraviante que apabulla a
escritores y lectores pero que forma parte de una crisis que está recorriendo
el globo desde hace un rato. Crisis y realidad que normalmente se suelen echar
a un lado para cerrar filas en un planteamiento común de desazón que no se
detiene en las causales de estos cierres.
Lo
primero es lo primero. Una librería es un negocio. Dentro del capítulo
empresarial, no parece nunca que entra en la clásica ley de oferta y demanda,
sus mecanismos de comunicación se quedan en el trámite oral del pequeño rebaño
de lectores, no se publicita el producto y sus ingredientes, no reconoce
adecuadamente las renovadas señas del mercado y, para dejarlo en solo estas
anotaciones, entra como todas las acciones empresariales bajo la sombrilla
protectora del Estado (¿cuál empresa no anda siempre buscando exenciones
impositivas o proteccionismo estatal?) pero contrario a las demás, ningún apoyo
resulta suficiente o definitivo.
El
negocio de venta de libros tiene, ciertamente, un propósito y un estilo
diferente a la de sus colegas empresariales. Tiene una finalidad cultural, eso
lo sabemos en demasía, y el estilo mercadológico tal vez difiera del de un
supermercado o del de una tienda de ropas o de dulces criollos o de zapatos.
Pero, es un negocio, y como negocio debe tener un sistema de ventas que se
acople a estudios de mercado y a demandas inducidas. Quien no vea y conozca
esta realidad se quedará siempre en lo puramente melancólico.
Aunque
advertimos, siempre que tuvimos la oportunidad, en público y privado, que una
ley del libro no era un curalotodo (Colombia, que es cabeza en materia de
legislación cultural y una añeja tradición de lectoría, tardó cinco años en
lograr que se cumpliera el estamento jurídico creado para el fomento y difusión
del libro), no hay dudas de que la pieza legal, promovida y aprobada en el
gobierno del Presidente Leonel Fernández que tanto empeño puso en su diseño y
promoción, provee las herramientas indispensables para poner a correr el tren.
Desde luego, debemos tener en cuenta que justo cuando la ley ya estaba a punto
de ser promulgada, comenzó a atisbarse una crisis que algunos entendidos solían
explicar casi a hurtadillas y que al estallar comenzó a hacer añicos
determinadas perspectivas. En Estados Unidos, por ejemplo, esa crisis general
afectó de inmediato al ramo librero, llevando a la cadena Borders a la quiebra
absoluta, desmontando las numerosas tiendas establecidas en todo el territorio
norteamericano. Con Borders se fueron muchas librerías de menos estatura y la
que quedó reinando, Barnes & Noble, redujo en muchas partes sus stock y sus
espacios de venta. En Europa, la debacle ha sido grande, y viene ocurriendo
desde años antes de estallar la crisis económica general. Decenas de librerías
han desaparecido en Inglaterra, España, Francia. En nuestro cercano horizonte,
no hablemos de lo que ha pasado en Puerto Rico y de lo que sucede en Centroamérica
donde las librerías son escasas y con mercancía reducida y poco actualizada.
Santo
Domingo viene perdiendo importantes tiendas de libros desde hace décadas.
Blasco, Editora Colegial Quisqueyana, Instituto del Libro, América, por solo
mencionar algunas legendarias, desaparecieron por diversos motivos. Incluso una
que permaneció relativo poco tiempo y que fue, sin dudas, muy adelantada para
su época, la de los hermanos Brea Franco en la Dr. Delgado con Santiago (ahí
adquirí mis primeros libros de Pavese y Elliot, que aún conservo). Las razones
de estos cierres, se dirá, fueron muy particulares. Los libreros que quedaban
adquirían la mercancía y se trasladaba el producto a otros estantes. Pero,
desaparecieron como entes motivacionales de lectura, como centros sentimentales
donde se tenía contacto permanente con el conocimiento.
No voy a
insistir en un tema que he diseccionado bastante, el de la educación y la
imperiosa e impostergable necesidad de que se comience a elaborar un plan de
formación de lectores -tan grande y publicitado como el de alfabetización- a
fin de que podamos ver resultados concretos y auspiciosos ¡en veinte años! Todo
lo que no se haga en esa línea, a mi modesto entender, es hueco, vacuidad,
palabrerío inútil. El cuatro por ciento ya está vigente y ahora qué. ¿Ha
escuchado usted alguna vez planes concretos de lectoría en escuelas, en
formación de lectores escolares? ¿Con cuáles técnicos contamos para una labor
de este tipo? ¿Cuáles ayudas internacionales hemos procurado para este fin?
¿Existe en el presupuesto de Educación un tramo financiero para impulsar este
propósito? Pareciera todavía -y se puede ver con claridad en los núcleos donde
el tema educativo es pan diario- como si la necesidad de formar lectores no
fuese tarea concurrente con la tarea educativa per se. No podemos hablar de
educación integral si no se formula un plan decenal, quinquenal o trienal, de
formación de lectores. Si esta tarea no está incluída en los planes
educacionales vigentes o en proceso de formalización, el objetivo primario de
lo que se busca con el cuatro por ciento está de antemano desbalanceado.
Pero,
volvamos al principio. Una librería se cierra fácilmente. Como se clausura
cualquier otro negocio, aunque deje secuelas de desabastecimiento cultural y sentimental.
Pero, existen fórmulas para impedirlo, al margen de leyes, de exenciones
tributarias, de facilidades estatales. Aceptamos como correcto el planteamiento
de que se establezcan cada vez más bibliotecas y que los libros se adquieran a
través de las librerías establecidas. Al fin y al cabo, las empresas múltiples
de nuestro mercado viven a la caza de facilidades que casi siempre logran en
las altas esferas gubernativas. ¿Por qué no las librerías? Ahora bien, se hace
necesario que se cumpla la ley del libro que establece la obligatoriedad de
abrir bibliotecas en los diferentes municipios, tarea que poco parece importar
a alcaldes y ediles. Y que las empresas con más de mil empleados, abran
bibliotecas en las mismas. Lo dice la ley. Y les van a beneficiar por este
aporte con exenciones muy atractivas.
Pero, los
libreros que aún sobreviven y desean mantenerse en el negocio deben reordenar
sus esquemas de mercadeo, si alguna vez lo tuvieron, y comenzar a entender que
estos tiempos obligan a actualizaciones prudenciales y urgentes. La crisis
económica global -la pobrecita, culpable de todo- y la crisis de lectores
local, no son las únicas causas válidas. Hay una fundamental con muchas
variantes: los tiempos han cambiado y el negocio librero debe adquirir otros
matices y otras características, que está muy lejos de la forma cómo se
ofertaba el producto libro hace veinte o treinta años.
En un
país donde no hay una formal sociedad de lectores, ni editoras ni industria
editorial, hay que aceptar sin ambages que no tenemos un mercado real de venta
de libros, que el que existe es reducido y deja pocos márgenes de maniobra
comercial. Por tanto, hay que movilizar la mercancía ofertándola por diversos
medios, divulgando lo que llega a los estantes, creando sistemas de mercadeo
novedosos, relanzando las librerías existentes hasta con cambios de marca,
integrándose a la red para que la venta se realice por ese obligado canal de
nuestros días, insertándose en las grandes plataformas comerciales que son las
ágoras modernas donde se visualiza todo el engranaje comercial y se crean hoy
día los nuevos paradigmas, no hacer grandes inversiones de estructura que el
negocio no aguanta ni a largo plazo, y desde otro ámbito, logrando como sector
que requiere nuclearse con propósitos comunes y asociarse con pleno derecho a
las agrupaciones empresariales que correspondan, que los medios de comunicación
contraten escritores que comenten libros, a modo de divulgación del producto no
de dar coces contra la producción de nuestros escritores, sino de alentarla, de
crear atención sobre la misma.
Tenemos
factores en contra: no hay crítica ni medios para el ejercicio de la crítica, y
sin estos mecanismos no habrá lectores; tenemos bibliotecas, pero faltan más,
mejor alimentadas y con gerencias creativas; la mayoría de las universidades no
poseen buenas bibliotecas; el porcentaje de lectores activos es pequeño, pero
no nos desalentemos, ocurre igual en muchas latitudes, a través de ese núcleo
minúsculo se puede ampliar el terreno de la lectoría, aunque sea al principio
volátil y ocasional; no existe una juventud con poder adquisitivo, hay que
ofrecer facilidades a los jóvenes para que entren en el mundo de la lectura; se
deben realizar "alianzas estratégicas" con diarios, proveedores de
tarjetas de crédito, bancos, farmacias, centros educativos privados, para
impulsar el producto libro de forma creativa y masiva.
Hay
muchos modos de impedir que tengamos que ver el cierre de una librería. Existen
al momento condiciones adversas, pero los miembros de esta cadena comercial
-escritor, librero, distribuidor y lector- debemos forjar esfuerzos para evitar
estas clausuras dolorosas y obstruir que regresemos a la Edad Media.
(Sobre el
cierre de librerías y la crisis económica de los escritores, sugiero la lectura
de un artículo de antología titulado "El descrédito del escritor" de
Jesús Ferrero, poeta y novelista español, autor entre otros muchos libros de
"El efecto Doppler" y "Balada de las noches bravas".
Publicado en El País del pasado sábado 23 de noviembre).
La crisis
económica global -la pobrecita, culpable de todo- y la crisis de lectores
local, no son las únicas causas válidas. Hay una fundamental con muchas
variantes: los tiempos han cambiado y el negocio librero debe adquirir otros
matices y otras características, que están muy lejos de la forma cómo se
ofertaba el producto libro hace veinte o treinta años.
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