Con el libro Lenguaje del mar (2012), que acaba de obtener el Premio Casa de América de Poesía Americana, en su XII edición, José Mármol continúa su proceso de distanciamiento estratégico con respecto a su propia poética, para asumir una travesía que tiene su impronta en la meditación de una mirada invisible como testimonio de los sentidos. Ha querido, en su madurez creativa, no escribir una poesía de la interioridad del ser, sino de la exterioridad, de la percepción de las cosas cotidianas, que apunta a una metamorfosis de su propia inventiva autocrítica. No reflexiona lo contemplado, sino, antes bien, emplea la experiencia de lo mirado como laboratorio estético. Teje sus verbos con la materia de lo visto, no con experiencias puramente verbales. De estilo gráfico y sencillo, pero con un gran vigor en sus imágenes y un rico dominio en la construcción del verso y de la frase poética, Mármol nos revela un mundo lírico que toca no sin frecuencia, la transparencia del verbo. Logra así, un equilibrio expresivo entre la sencillez y la profundidad, la oscuridad y la transparencia, la luz y la sombra.
José Mármol ha iniciado un viaje, que es un viaje acaso a la sabiduría poética: a la simplicidad de las cosas, a la liviandad del mundo. Pero este viaje interior tiene su punto de despegue, a mi juicio, con su poemario Criaturas del aire, de 1999, que provocó en sus continuadores una reacción de escepticismo, pues Mármol provenía de abrazar una “poética del pensamiento”, de expresión -si se prefiere- barroca, con su libro seminal El ojo del arúspice, de 1984, que poseía los atisbos herméticos del Vallejo de Trilce. Alcanza su madurez en la configuración consciente de su nueva poética, con su poemario Torrente sanguíneo (Premio Nacional de Poesía 2008), en el que la naturaleza cotidiana ejerce un visible protagonismo, y actúa como un torrente vital de la percepción, acaso influido por la experiencia de lectura de poetas norteamericanos que abrazaron la naturaleza y el mundo natural como diapasón imaginativo, como Robert Frost, Wallace Stevens o Walt Whitman. Mármol paga así una deuda estética con la madre naturaleza, distanciándose del pensamiento que permeó su imaginario poético, en la que ya no aparece la filosofía sino quizás la antropología. Poesía no del pensamiento sino de la naturalización del ser poético, en una suerte de ontología del paisaje.
Este breve poemario está armado, pues, a partir de dos ejes contrapuntístico: de la visión a la memoria y del metabolismo del pensamiento a la experiencia sensible. De esta oposición binaria se alimenta su postulación del mundo: de una experiencia de inocencia a una de experiencia de madurez, a la manera de William Blake.
Representación simbólica de la naturaleza, Lenguaje de mar se nutre de una memoria visual de lo inmediato, que José Mármol, “marinero en tierra”, plasma en el discurso que le dictan las cosas. Poesía que es un diario articulado en apoyaturas de viajes, vuelos, memorias, visitaciones y percepciones involuntarias de los “datos inmediatos de la conciencia” (Henri Bergson), o, antes bien, de las emanaciones que relatan los objetos y las cosas del entorno. El ensayista dominicano Jochy Herrera dice de Lenguaje del mar que “es una atrevida fiesta nerudiana donde el mar es la gran metáfora: hogar de la belleza, de la ensoñación, la furia…”.
El mar, la playa, la bahía, la comida, el sol, puertos, costas,… brotan como una paleta de colores, y van a transformarse en símbolos e imágenes, cuyos sentidos tienen objeto en el texto. La mirada contemplativa es la protagonista en el concierto de los sentidos, como cuando nos dice en un espléndido e iluminador verso -y que bien vale como poética: “La percepción habita más allá de la mirada”.
Sabor a mar, a espacio, a aire. Hambre de agua y apetito de cuerpo, Mármol funda en este libro una poética que se alimenta de los espacios abiertos: poesía de cielo abierto, no de cielo cerrado. De amplia luz y de sol quieto; de reverberaciones luminosas y temblores impresionistas. De ahí que deviene diurnidad, alegoría del trópico, y donde no hay noches sino días eternos; este poemario es, a un tiempo, un diario de mar, donde el poeta es un “voyerista” del paisaje humano y natural, que boceta las impresiones cotidianas, en golpes de palabras y de colores. Pero cuyo decorado visible no proviene de la mirada oculta, sino de la mirada abierta, que no esconde el ojo del cuerpo; por el contrario, su ojo de arúspice escrutador aparece a campo abierto. Prefiere no ver el mundo sin ser visto, sino que su mirada forma parte integrante del objeto. Poesía mimética porque imita no la historia sino la naturaleza, en su vertiginosa instantaneidad.
Cuerpo de mujer y de agua marina, este texto representa el impulso creador que mueve la temperatura de los poemas en una estrategia discursiva monologante, que actúa como recurso lírico. Ya no poesía del pensamiento -a la manera neorromántica-, sino de la percepción que reside más allá de los sentidos.
Elogio pues de la percepción no solo como camino de conocimiento y autorreflexión, sino como materia del canto y el silencio. Camino al claro del bosque, camino al habla, antes que un sendero minado de madejas de signos o arenas movedizas. Elogio visual de la memoria inmediata y mediata, en que objeto y sujeto intercambian su intencionalidad óptica.
Este libro es, asimismo, un itinerario, en el que Santo Domingo, París y Berlín decoran su imaginario poético, como también lo pueblan playas y huracanes tropicales, así como evocaciones de personas, objetos y animales de su entorno inmediato y familiar (su perro Figo, su gata Lola, su esposa Soraya…), a quienes inserta en su mundo poético como pretexto de ficción e impulso creativo, dándole estatus de dimensión literaria: adquieren dignidad estética- y actúan como materia poética, que irrigan su memoria verbal.
Este poemario, si bien es un elogio al mar, también es un canto al cuerpo erótico femenino, a la sensualidad que brota a flor de aire o de piel - como en varios de sus libros anteriores. Su ser poético busca la reconciliación con su otra voz, en un viaje hacia el centro de la expresión estética, que es un viaje, al mismo tiempo, a la intemperie, donde la piel se abisma contra el mundo. Los versos semejan entonces corrientes de aguas aéreas que permean el espacio de los signos, con una puntuación, a ratos, entrecortada, que crea una sensación de angustia por encontrar una definición de las cosas, y, en otras, por alcanzar una reconciliación con el sentido de la vida.
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