martes, 4 de febrero de 2014

Una trayectoria que se defiende sola

POR JOSÉ RAFAEL LANTIGUA

La literatura sesentista se congrega alrededor de tres generaciones. Ramón Francisco intentó, con aciertos, hacer su esbozo histórico, y otros siguen explicándola desde distintos enfoques. Quizá sea un caso de excepción, pero así lo veo desde hace rato.
A partir de 1961, hay un grupo que viene abriéndose paso desde los años finales de la dictadura y que encamina, ahora con mejor proyección, las respectivas carreras literarias de quienes lo integran, de los cuales hoy solo Marcio Veloz Maggiolo mantiene una vigencia incontrastable. Ese grupo se inserta en la nueva realidad socio-política de la época y, prácticamente, construye su mejor obra durante el interregno histórico que se abre con la decapitación de la tiranía y el alba de la libertad que se estrena a partir de mayo del primer año del decenio de los sesenta.
Ese decenio mantiene en la palestra literaria a muchas voces que habían comenzando su trajinar durante la dictadura, distanciadas de los corifeos literarios de la misma y de otros que, junto a su obra de valía, escribieron sus obligadas loas al tirano y su Era. Un grupo nuevo ha de surgir a la caída de la dictadura, no alrededor de proclamas unitarias sino como acciones individuales, sorteadas en el sonajero redentor de la nueva época. Se mueven entre el 61 y el 65, en medio de la permanencia de escritores y divulgadores literarios que habían sido consagrados durante la dictadura. No olvidemos que Pedro René Contín Aybar continuaba siendo el gurú crítico y el impulsador literario de las nuevas voces.
El grupo más resonante sin dudas durante esta etapa, porque con este se rompen definitivamente las ataduras con la etapa anterior, es el que surge a partir de la revolución de Abril. Es el grupo que va a definir la época y en el que surgen las figuras que, habiéndose inscrito en las proclamas ideológicas y en el poema social y político, habrá de trascender, en las obras de sus principales integrantes, con una producción literaria que alcanzó afianzamiento y solidez en los decenios siguientes.
La década de los sesenta es, por tanto, un periodo enmarañado para poder establecer este siempre debatido tema generacional. En los sesenta es cuando se estrena entre nosotros Pedro Mir, que se sitúa entre los Independientes del 40. Son los sesentistas puros los que relanzan a los del 48, que habían surgido bajo la égira de María Ugarte en El Caribe. Es en esta época cuando se conocen a cabalidad sus obras y uno de ellos, Víctor Villegas, esperará los setenta para fundamentar con poemarios emblemáticos su frondosa carrera literaria. Freddy Gatón Arce esperará los ochenta para hacer su tránsito sólido. De los que vienen de la dictadura, Héctor Incháustegui Cabral, que tenía ya en su haber los Poemas de una sola angustia (1940) y otros nueve poemarios, busca espacio en los sesenta con cuatro nuevos libros, dos previos a la revolución y dos que se sitúan en el centro de la misma, publicados en 1967, Diario de la guerra y Los dioses ametrallados.
Tenemos pues, siguiendo este parecer particular, tres generaciones en los sesenta, una etapa de renovación, de esperanza, de ideales truncados, de espasmos y saltos, que obliga a tomar partido, a reinsertarse en las nuevas corrientes y a plasmar textos que sirvan de luz, de memoria y de estímulo a una batalla que se vislumbraba definitoria del porvenir nacional. Una generación que viene ya hecha, pero que se proyecta con mayor eficacia durante este periodo (Veloz Maggiolo, Lupo, Avilés). Una generación que da a conocer sus primeras producciones robustas justo a la caída de la dictadura (Luis Alfredo Torres, Mieses Burgos, Aída Cartagena, Abel Fernández Mejía). Algunos ya habían hecho entrada en el medio literario. Y una tercera, a mi juicio la más importante de esta etapa, que comienza a abrirse camino y que trae en sus alforjas un nuevo canto, nuevo estilo, formas renovadas.
Forman gremios. Se insubordinan desde agrupamientos con personalidad propia. Confluyen todos hacia un mismo destino. Pero, buscan sus cauces propios para expresarse. Nunca se vio antes ni después un momento como este en nuestra historia literaria. Surgen El Puño (1966), La Isla (1967), La Antorcha (1967), La Máscara (1968). Y los que no fueron incluidos en estos estamentos, por distintas razones, encontraron cobija en el Movimiento Cultural Universitario, que sostenía un programa activo bajo el pregón de las reivindicaciones sociales. Casi todos, construyen una obra importante que alcanza hoy categoría señera, aun cuando se olvidaron, desdeñaron, autoimpuestos por la realidad social y literaria, muchos poemas que cumplieron funciones epocales, que no alcanzaron la trascendencia, pero que alguna antología debiera reunir. Son los poemas olvidados de nuestra literatura, muchos de los cuales corrieron por las calles de la política, sirvieron de manifiestos poéticos en las congregaciones de izquierda o se levantaron como armas de combate en las refriegas ideológicas de aquellos años.
La denominada Generación de Posguerra, que es la auténtica generación literaria de los sesenta, dejó obras de perdurable presencia en nuestra literatura. Algunos se decantarían más tarde por la narrativa, el teatro o el ensayo sociológico y literario, pero de los que no abandonaron la poesía surgieron textos que hoy son emblema de esa etapa prodigiosa, en las voces de Norberto James, René del Risco, Enriquillo Sánchez, para solo mencionar los más resonantes.
Sin pertenecer a ninguno de estos grupos de forma activa, que recuerde, Tony Raful es parte esencial de esa época, aunque es apenas un quinceañero cuando concluye la gesta de abril. Su primer libro, La poesía y el tiempo, lo entrega su autor en 1972, pero todo su andamiaje poético es sesentista, es allí donde se fragua su visión del mundo y donde se construyen y esparcen sus ideales poéticos, sostenidos con una coherencia vital a través de casi cinco décadas. Al año siguiente, 1973, Raful publica Gestión de alborada, donde a mi juicio se enhebran los hilos con los que se tejen sus poemas siguientes, con la variedad formal que imprime a cada uno de ellos, pero dentro de un esquema de pensamiento y ejercicio del discurso poético que no habrá de abandonar, aunque sí de abonar con recursos cada vez más maduros que han dado a su quehacer una presencia dinámica en la historia de nuestra literatura contemporánea.
Busco sus libros en los anaqueles de mi biblioteca. Y descubro en mis añejas anotaciones los entusiasmos que me provocaron algunos de sus poemas centrales, dentro de un conjunto vitalísimo que desgrana principios, desnuda imágenes evocadoras, testimonian sucesos entre las emancipadas rutas de la metáfora; designa, invoca y conceptualiza desde la coyuntura que el poema levanta, los ardides del tiempo y la memoria desgarrada de las sombras y las luces de la historia en sus dramas solemnes y en sus hosannas, en sus aflicciones, en sus abismos, en sus alas que se abren ante los ojos del asombro, en sus horizontes sitiados, en sus rituales oníricos, en sus fuegos y en sus visiones.
Tony Raful ha escrito reveladores y apasionados ensayos. Es columnista diarial de muchos años. Político de vocación, aunque él atestigue que por azar. Son ejercicios humanos y literarios perfectamente compatibles que forman parte de su trayectoria personal. Pero, su verdadera impronta, la que lo señala e identifica es la poesía. Esa es la marca de su recorrido, su rumbo, su acarreo. La poesía muestra su latir en toda su obra y en todos sus caminos. Los que afirmamos haber estado atentos al levantamiento de toda su obra poética, los que lo hemos leído desde los ya lejanos setentas con íntimo apego, sabemos que la poesía lo arropa en sus linderos de alboradas, en sus umbrales de luz, en sus escrutinios de sirenas, en el armazón de las edades y los sueños, en los mandarines de palabras y estrellas, en las cigarras de abril, en la ciudad y su memoria épica.
Los siete poemarios iniciales de Raful son los fundamentales de su obra. Es una sola letra extendida que, al través de los recursos que emplea, convierten cada visión en una huella, cada caligrafía en una marea de eternidad, donde las muchachas tristes, las lluvias incesantes, el Duarte travesía de polvo y espadas, los sueños esfumados de la primavera abrileña, el amor sustanciado y, sobre todo, la ciudad que le apremia el paso sobre sus aceras de historia y sensibilidad, edifican una poesía que perdurará por siempre.
Las letras nacionales se honran al premiar a un poeta de cuerpo entero y a una trayectoria unida a la poesía como arma y como espacio para dar memoria y vigencia a los sueños. El máximo honor consagratorio de las letras dominicanas que Tony Raful ha recibido al inicio de esta semana merece el aplauso emocionado de todos los que hemos sido sus amigos en la disparidad de los juicios humanos y en la fortaleza de los principios donde la poesía nos congrega y unifica. La suya es una trayectoria que se defiende sola.
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