martes, 20 de julio de 2010

UN NUEVO TEXTO NARRATIVO DEL PROFESOR ALBERTO ALMANZAR

CUANDO LOS ÁNGELES LLORAN O LA ALEGORÍA DE NUESTRA ORIGINARIA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA.
Por Pedro Ovalles
Todo texto narrativo debe poseer ciertas garras en el lenguaje capaces de subyugar al lector. Debe, además, conmocionar la subjetividad y producir temblor reflexivo. Lograr atrapar la intención del lector por parte del escritor, pues supone poseer cierta pericia en la estructuración lingüística, en la configuración temática y en la entronización de elementos narrativos novedosos cuyo soporte es el lenguaje.
Cuando un texto narrativo envuelve al lector en una neblina de encantamiento y lo sumerge en un abismo de apetecidad lectural, es porque la atmósfera del relato presenta una sublimidad expositiva que hace fascinante tener el texto en mano y degustarlo en cada línea, en cada detalle, en cada rasgo psicológico, en cada descripción física, en cada característica del ambiente, en cada situación expresa o implícita de la trama, momento antes y después del clímax del nudo narrativo; en fin, en todas las fisonomías culturales que permean las diferentes actitudes de los personajes creados por el narrador. Es así que el lector va conformando un universo de situaciones de raigambre humana que hace posible el placer del texto.
Todas esas condiciones, y otras más, producen invención en el lenguaje empleado, por lo que surge una búsqueda afanosa del lector en el mismo instante que queda preso en la vorágine deleitable de la ficción. Y toda esa exploración es motivada por encontrar dilucidación a suscitaciones epistemológicas que proyecta el discurso producto de la carga connotativa que se ha tejido a medida que todos los componentes del texto se fusionan para dar a luz un cosmos poseedor de infinitas posibilidades de sentir y disentir, de reír y llorar, de sufrir y gozar.
Es decir, el texto narrativo que trasciende es aquel que transfigura no tan sólo la lengua en la urdimbre expositiva, sino, además, al lector mismo, en la medida que lo convierte en otro sujeto; lo saca de la dura realidad que lo envuelve para que acceda entonces a otras dimensiones de cognoscitividad, a otras esferas de reflexividad, a otros horizontes de libertad hermenéutica, a otros abismos de ardor conceptual.
Es por ello, se reitera, que de ese trance surge otro ser humano, un nuevo sujeto que se ha posesionado de una creación insólita, única e irrepetible para él –y para cualquiera otro leedor también– en cada lectura y en cada época. Por consiguiente, es un texto que presenta cierta primicia que lo acredita para que siempre siga siendo nuevo, parafraseando al poeta y pensador norteamericano Ezra Pound.
He formulado lo anterior para decir lo siguiente en torno al texto narrativo Cuando los ángeles lloran del profesor Alberto Almánzar. Comencé a leerlo y no pude soltarlo hasta que llegué a su fin. Me hechizó. Indudablemente, el hilo narrativo envuelve ciertamente al lector, y lo digo porque la trama me atrapó: su ambiente mágico–fantástico me hizo recordar que soy hispanoamericano, formado e inmerso en unos aspectos culturales donde la realidad que nos circunda día tras día se vuelve más irrealidad que la propia fantasía que a veces nos ideamos producto de las rasgaduras que sufren nuestras vivencias en un medio saturado de eventos extraños; éstos provocan que nos transformemos en seres extraterrenos.
La novela que se comenta tiene esa virtud de avivar esa metamorfosis. De ahí que nuestros sueños y esperanzas, ilusiones y alucinaciones, penurias y alegrías se tornan de pronto fenómenos que tienen características fuera de lo racional.
Fuera a parte de electrizar en el sentido antes enunciado, Cuando los ángeles lloran posee un imán que atrae no tan sólo por estar su trama basada en las creencias originarias del hispanoamericano, sino por lo que cuenta, por su conexión narrativa, por la cuota de romanticismo que nos hace vivir y a la vez nos hace rememorar novelas emblemáticas de la literatura hispanoamericana: María de Jorge Isaacs; Aura de Carlos Fuentes; Pedro Páramo de Juan Rulfo; Amalia de José Mármol; Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, entre otras más.
Hay todo un drama relatado con desgarrador humanismo y con una intensidad amorosa que nos deja perplejos, exhaustos, delirantes, enternecidos, poseídos de una febril pasión. En toda la ficción hay desgarro existencial, desnudez espiritual, candor sentimental, apego a creencias que siempre han sido rasgos distintivos de la identidad cultural y religiosa de estos pueblos latinoamericanos, razón de vida, norte existencial de sujetos poseedores de un conjunto de valores hoy en día ya reemplazados por otros que chocan directamente con los de Soledad, el buen señor Ben, la compasiva sirvienta Teresa y el no menos prototipo cristiano, el joven Simón.
He ahí cuatro tipos ejemplares, paradigmas de nuestra cultura más clásica. Poseen una formación religiosa donde toda su vida gira alrededor de fundamentos antiquísimos, que generaciones tras generaciones han moldeado nuestro talante. Son sujetos de valores, incapaces de hacerles daños a otro semejante, por lo que se vuelven un tanto dependientes de sus consejeros clericales; actúan basados en normas estrictas, reglas religiosas que les ponen límite a su conducta, por lo que se convierten en ciudadanos fáciles de manejar y carecen de decisiones propias; su vida es una monotonía para otros, mientras que para ellos es totalmente normal y necesario; es alargar más la vida a través de la expiación, la oración permanente, la obligada consulta con el cura, el apego a la familia, el respeto a los padres, todo un cuadro de ciega obediencia a los mayores y a la memoria de sus seres queridos vivos y muertos.
Plantea, asimismo, la oposición de dos patrones de creencias de forma de vida diametralmente opuestos: el ser humano de estos tiempos que exhibe una libertad desbocada, despojado de religiosidad, ateo confeso, violento, arbitrario, inhumano, irrespetuoso, agresivo, desarraigado de su hogar y familia, todo ello en franca oposición al estilo de vida que suponen las creencias y actitudes de los cuatro personajes ya mencionados y que son los principales de la novela comentada del profesor Almánzar.
Se entiende esa dicotomía de rasgos culturales como una crítica a la actual turbulencia conductual de las familias de esta época falta de verdaderos valores humanos, por lo que transmite una hermosa moraleja a los lectores. Para poder el autor lograr tal propósito, tuvo que construir un ambiente semirural, ni cerca pero ni lejos de la ciudad. A veces creemos que los interlocutores están en las periferias urbanas, otras veces percibimos que son oriundos de un campo tipo Distrito Municipal, o que reaparece aquí la mítica Macondo con su entorno arropado de extraños fenómenos, de singulares sujetos, de una realidad más maravillosa que los sueños mismos, de un tiempo cíclico de mágicos lugares, de increíbles aventaras, de absurdas convicciones, de seres humanos constantemente alucinados, transformados en fantasmas.
El autor tuvo que hacerlo así para poder elaborar la trama de la narración, ya que ubicando el escenario de acción en el centro de la ciudad, pues hubiese tenido que modificar el carácter y toda la naturaleza de los personajes, creencias y costumbres, valores y actitudes. Es por ello que el novelista supo hacerlo: tanto en la formación de los personajes como en las características del ambiente donde se despliega el relato, existe una homogeneidad de cualidades: el pensamiento de los protagonistas coincide con los detalles del lugar donde se desarrollan las acciones, discusiones, encuentros, convivencias, familias, creencias, paraje de Cuando los ángeles lloran; es la forma más idónea de desnudarse cada sujeto de la narración ante el choque que surge al quedar indefenso cuando la cruda realidad le pone vallas a su franqueza espiritual, a su voto de castidad.
Lloran, porque es la única forma que tienen los limpios de alma y de pensamiento cuando sus creencias se interponen ante el logro de sus deseos o anhelos, cuando su mundo de sueños se estrella contra los diques de una realidad desfigurada, o mejor dicho transfigurada en fantástica por lo insólito de sus creencias inamovibles, añejas y absurdas, cuya dureza convierte el pensamiento en una coraza que no admite cambios algunos, por eso los personajes de la novela comentada viven un círculo vicioso: los hijos apegados a las faldas y ruedos de sus padres, de la iglesia al hogar, de éste a su trabajo.
Todo un vivir monótono, congelado en un círculo vivencial que poco a poco lo va despojando de su subjetividad, de su individualidad, para luego edificarle otra personalidad totalmente erosionada por caracteres culturales que empollan cábalas, tabúes, mitos, supersticiones, todo un pensamiento de no lucidez lógica, nada científico, alejado de toda proyección tecnológica; es como girar sobre los mismos ejes de una rueda, cuyo movimiento supone, aunque resulte contradictorio, una estaticidad, una eternidad agridulce, una gloria pero a la vez un infierno, un paraíso prometido sin más indicios que las descabelladas inhibiciones que poco a poco van convirtiendo al ser humano en extraterreno.

Moca, 21 de junio de 2010

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